Hans Georg Gadamer, Verdad y Método I / Para hacerle justicia de verdad —aunque no sea más que en un enjuiciamiento puramente técnico o práctico— hay que incluir siempre un momento estético. Y en esta medida la distinción entre capacidad de juicio determinante y reflexiva, sobre la que Kant fundamenta la crítica de la capacidad de juicio, no es una distinción incondicional ...


Por lo tanto no cabe duda de que con el concepto del gusto está dada una cierta referencia a un
modo de conocer. Bajo el signo del buen gusto se da la capacidad de distanciarse respecto a uno mismo y a sus preferencias privadas. Por su esencia más propia el gusto no es pues cosa privada sino un fenómeno social de primer rango. Incluso puede oponerse a las inclinaciones privadas del individuo como instancia arbitral en nombre de una generalidad que él representa y a la que él se refiere. Es muy posible que alguien tenga preferencia por algo que sin embargo su propio gusto rechaza. En esto las sentencias del gusto poseen un carácter decisorio muy peculiar. En cuestiones de gusto ya se sabe que no es posible argumentar (Kant dice con toda razón que en las cuestiones del gusto puede haber riña pero no discusión). Y ello no sólo porque en este terreno no se puedan encontrar baremos conceptuales generales que tuvieran que ser reconocidos por todos, sino más bien porque ni siquiera se los busca, incluso porque tampoco se los podía encontrar aunque los hubiese. El gusto es algo que hay que tener; uno no puede hacérselo demostrar, ni tampoco suplirlo por imitación. Pero por otra parte el gusto no es una mera cualidad privada, ya que siempre intenta ser buen gusto. El carácter decisivo del juicio de gusto incluye su pretensión de validez. El buen gusto está siempre seguro de su juicio, esto es, es esencialmente gusto seguro; un aceptar y rechazar que no conoce vacilaciones, que no está pendiente de los demás y que no sabe nada de razones. 
De algún modo el gusto es más bien algo parecido a un sentido. No dispone de un conocimiento razonado previo. Cuando en cuestiones de gusto algo resulta negativo, no se puede decir por qué; sin embargo se experimenta con la mayor seguridad. La seguridad del gusto es también la seguridad frente a lo que carece de él. Es muy significativo comprobar hasta qué punto solemos ser sensibles a este fenómeno negativo en las elecciones y discernimientos del gusto. Su correlato positivo no es en realidad tanto lo que es de buen gusto como lo que no repugna al gusto. Lo que juzga el gusto es sobre todo esto. Este se define prácticamente por el hecho de sentirse herido por lo que le repugna, y de evitarlo como una amenaza de ofensa. Por lo tanto el concepto del «mal gusto» no es en origen el fenómeno contrario al «buen gusto». Al contrario, su opuesto es «no tener gusto». El buen gusto es una sensibilidad que evita tan naturalmente lo chocante que su reacción resulta completamente incomprensible para el que carece de gusto. 
Un fenómeno muy estrechamente conectado con el gusto es la moda. En ella el momento de generalización social que contiene el concepto del gusto se convierte en una realidad determinante. Sin embargo en el destacarse frente a la moda se hace patente que la generalización que conviene al gusto tiene un fundamento muy distinto y no se refiere sólo a una generalidad empírica (para Kant éste es el punto esencial). Ya lingüísticamente se aprecia en el concepto de la moda que se trata de una forma susceptible de cambiar (modus) en el marco del todo permanente del comportamiento sociable. Lo que es puro asunto de la moda no contiene otra norma que la impuesta por el hacer de todo el mundo. La moda regula a su capricho sólo las cosas que igual podrían ser así que de otra manera. Para ella es constitutiva de hecho la generalidad empírica, la atención a los demás, el comparar, incluso el desplazarse a un punto de vista general. En este sentido la moda crea una dependencia social a la que es difícil sustraerse. Kant tiene toda la razón cuando considera mejor ser un loco en la moda que contra la moda, aunque por supuesto sea también locura tomarse las cosas de la moda demasiado en serio. 
Frente a esto, el fenómeno del gusto debe determinarse como una capacidad de discernimiento espiritual. Es verdad que el gusto se ocupa también de este género de comunidad pero no está sometido a ella; al contrario, el buen gusto se caracteriza precisamente porque sabe adaptarse a la línea del gusto que representa cada moda, o, a la inversa, que sabe adaptar las exigencias de la moda al propio buen gusto. Por eso forma parte también del concepto del gusto el mantener la mesura dentro de la moda, el no seguir a ciegas sus exigencias cambiantes y el mantener siempre en acción el propio juicio. Uno mantiene su «estilo», esto es, refiere las exigencias de la moda a un todo que conserva el punto de vista del propio gusto y sólo adopta lo que cabe en él y tal como quepa en él. 
Esta es la razón por la que lo propio del gusto no es sólo reconocer como bella tal o cual cosa que es efectivamente bella, sino también tener puesta la mirada en un todo con el que debe concordar cuanto sea bello, El gusto no es, pues, un sentido comunitario en el sentido de que dependa de una generalidad empírica, de la evidencia constante de los juicios de los demás. No dice que cualquier otra persona vaya a coincidir con nuestro juicio, sino únicamente que no deberá estar en desacuerdo con él (como ya establece Kant), Frente a la tiranía de la moda la seguridad del gusto conserva así una libertad y una superioridad específicas. En ello estriba la verdadera fuerza normativa que le es propia, en que se sabe seguro del asentimiento de una comunidad ideal. La idealidad del buen gusto afirma así su valor en oposición a la regulación del gusto por la moda. Se sigue de ello que el gusto conoce realmente algo, aunque desde luego de una manera que no puede independizarse del aspecto concreto en el que se realiza ni reconducirse a reglas y conceptos. 
Lo que confiere su amplitud original al concepto del gusto es pues evidentemente que con él se designa una manera propia de conocer. Pertenece al ámbito de lo que, bajo el modo de la capacidad de juicio reflexiva, comprende en lo individual lo general bajo lo cual debe subsumirse. Tanto el gusto como la capacidad de juicio son maneras de juzgar lo individual por referencia a un todo, de examinar si concuerda con todo lo demás, esto es, si es «adecuado». Y para esto hay que tener un cierto «sentido»: pues lo que no se puede es demostrarlo. 
Es claro que este cierto sentido hace falta siempre que existe alguna referencia a un todo, sin que este todo esté dado como tal o pensado en conceptos de objetivo o finalidad: de este modo el gusto no se limita en modo alguno a lo que es bello en la naturaleza y en el arte, ni a juzgar sobre su calidad decorativa, sino que abarca todo el ámbito de costumbres y conveniencias. Tampoco el concepto de costumbre está dado nunca como un todo ni bajo una determinación normativa unívoca. Más bien ocurre que la ordenación de la vida a lo largo y a lo ancho a través de las reglas del derecho y de la costumbre es algo incompleto y necesitado siempre de una complementación productiva. Hace falta capacidad de juicio para valorar correctamente los casos concretos. Esta función de la capacidad de juicio nos es particularmente conocida por la jurisprudencia, donde el rendimiento complementador del derecho que conviene a la «hermenéutica» consiste justamente en operar la concreción del derecho.  
En tales casos se trata siempre de algo más que de la aplicación correcta de principios generales. Nuestro conocimiento del derecho y la costumbre se ve siempre complementado e incluso determinado productivamente desde los casos individuales. El juez no sólo aplica el derecho concreto sino que con su sentencia contribuye por sí mismo al desarrollo del derecho (jurisprudencia). E igual que el derecho, la costumbre se desarrolla también continuamente por la fuerza de la productividad de cada caso individual. No puede por lo tanto decirse que la capacidad de juicio sólo sea productiva en el ámbito de la naturaleza y el arte como enjuiciamiento de lo bello y elevado, sino que ni siquiera podrá decirse con Kant que es en este campo donde se reconoce «principalmente» la productividad de la capacidad de juicio. Al contrario, lo bello en la naturaleza y en el arte debe completarse con el ancho océano de lo bello tal como se despliega en la realidad moral de los hombres. 
De subsunción de lo individual bajo lo general (la capacidad de juicio determinante en Kant) sólo puede hablarse en el caso del ejercicio de la razón pura tanto teórica como práctica. En realidad también aquí se da un cierto enjuiciamiento estético. Esto obtiene en Kant un reconocimiento indirecto cuando reconoce la utilidad de los ejemplos para el afinamiento de la capacidad de juicio. Es verdad que a continuación introduce la siguiente observación restrictiva: «Por lo que hace a la corrección y precisión de la comprensión por el entendimiento, en general se acostumbra a hacerle un cierto menoscabo por el hecho de que salvo muy raras veces, no satisface adecuadamente la condición de la regla (como casus in terminis)», Sin embargo la otra cara de esta restricción es con toda evidencia que el caso que funciona como ejemplo es en realidad algo más que un simple caso de dicha regla. Para hacerle justicia de verdad —aunque no sea más que en un enjuiciamiento puramente técnico o práctico— hay que incluir siempre un momento estético. Y en esta medida la distinción entre capacidad de juicio determinante y reflexiva, sobre la que Kant fundamenta la crítica de la capacidad de juicio, no es una distinción incondicional.
De lo que aquí se está tratando todo el tiempo es claramente de una capacidad de juicio no lógica sino estética. El caso individual sobre el que opera esta capacidad no es nunca un simple caso, no se agota en ser la particularización de una ley o concepto general. Es por el contrario siempre un «caso individual», y no deja de ser significativo que llamemos a esto un caso particular o un caso especial por el hecho de que no es abarcado por la regla. Todo juicio sobre algo pensado en su individualidad concreta, que es lo que las situaciones de actuación en las que nos encontramos requieren de nosotros, es en sentido estricto un juicio sobre un caso especial. Y esto no quiere decir otra cosa sino que el enjuiciamiento del caso no aplica meramente el baremo de lo general, según el que juzgue, sino que contribuye por sí mismo a determinar, completar y corregir dicho baremo. En última instancia se sigue de esto que toda decisión moral requiere gusto (no es que esta evaluación individualísima de la decisión sea lo único que la determine, pero sí que se trata de un momento ineludible). Verdaderamente implica un tacto indemostrable atinar con lo correcto y dar a la aplicación de lo general, de la ley moral (Kant), una disciplina que la razón misma no es capaz de producir. En este sentido el gusto no es con toda seguridad el fundamento del juicio moral, pero sí es su realización más acabada. Aquél a quien lo injusto le repugna como ataque a su gusto, es también el que posee la más elevada seguridad en la aceptación de lo bueno y en el rechazo de lo malo, una seguridad tan firme como la del más vital de nuestros sentidos, el que acepta o rechaza el alimento. 
La aparición del concepto del gusto en el XVII, cuya función social y vinculadora ya hemos mencionado, entra así en una línea de filosofía moral que puede perseguirse hasta la antigüedad. 
Esta representa un componente humanístico y en última instancia griego, que se hace operante en el marco de una filosofía moral determinada por el cristianismo. La ética griega —la ética de la medida de los pitagóricos y de Platón, la ética de la mesotes creada por Aristóteles— es en su sentido más profundo y abarcante una ética del buen gusto.  
Claro que una tesis como ésta ha de sonar extraña a nuestros oídos. En parte porque en el concepto del gusto no suele reconocerse su elemento ideal normativo, sino más bien el razonamiento relativista y escéptico sobre la diversidad de los gustos. Pero sobre todo es que estamos determinados por la filosofía moral de Kant, que limpió a la ética de todos sus momentos estéticos y vinculados al sentimiento. Si se atiende al papel que ha desempeñado la crítica kantiana de la capacidad de juicio en el marco de la historia de las ciencias del espíritu, habrá que decir que su fundamentación filosófica trascendental de la estética tuvo consecuencias en ambas direcciones y representa en ellas una ruptura. Representa la ruptura con una tradición, pero también la introducción de un nuevo desarrollo: restringe el concepto del gusto al ámbito en el que puede afirmar una validez autónoma e independiente en calidad de principio propio de la capacidad de juicio; y restringe a la inversa el concepto del conocimiento al uso teórico y práctico de la razón. La intención trascendental que le guiaba encontró su satisfacción en el fenómeno restringido del juicio sobre lo bello (y lo sublime), y desplazó el concepto más general de la experiencia del gusto, así como la actividad de la capacidad de juicio estética en el ámbito del derecho y de la costumbre, hasta apartarlo del centro de la filosofía.
Esto reviste una importancia que conviene no subestimar. Pues lo que se vio desplazado de este modo es justamente el elemento en el que vivían los estudios filológico-históricos y del que únicamente hubieran podido ganar su plena autocomprensión cuando quisieron fundamentarse metodológicamente bajo el nombre de «ciencias del espíritu» junto a las ciencias naturales. Ahora, en virtud del planteamiento trascendental de Kant, quedó cerrado el camino que hubiera permitido reconocer a la tradición, de cuyo cultivo y estudio se ocupaban estas ciencias en su pretensión específica de verdad. Y en el fondo esto hizo que se perdiese la legitimación de la peculiaridad metodológica de las ciencias del espíritu. 
Lo que Kant legitimaba y quería legitimar a su vez con su crítica de la capacidad de juicio estética era la generalidad subjetiva del gusto estético en la que ya no hay conocimiento del objeto, y en el ámbito de las «bellas artes» la superioridad del genio sobre cualquier estética regulativa. De este modo la hermenéutica romántica y la historiografía no encuentran un punto donde poder enlazar para su autocomprensión más que en el concepto del genio que se hizo valer en la estética kantiana. Esta fue la otra cara de la obra kantiana. La justificación trascendental de la capacidad de juicio estética fundó la autonomía de la conciencia estética, de la que también debería derivar su legitimación la conciencia histórica. La subjetivización radical que implica la nueva fundamentación kantiana de la estética logró verdaderamente hacer época. Desacreditando cualquier otro conocimiento teórico que no sea el de la ciencia natural, obligó a la autorreflexión de las ciencias del espíritu a apoyarse en la teoría del método de las ciencias naturales. Al mismo tiempo le hizo más fácil este apoyo ofreciéndole como rendimiento subsidiario el «momento artístico», el «sentimiento» y la «empatía». La caracterización de las ciencias del espíritu por Helmholtz que hemos considerado antes representa un buen ejemplo de los efectos de la obra kantiana en ambas direcciones. 
Si queremos mostrar la insuficiencia de esta autointerpretación de las ciencias del espíritu y abrir para ellas posibilidades más adecuadas tendremos que abrirnos camino a través de los problemas de la estética. La función trascendental que asigna Kant a la capacidad de juicio estética puede ser suficiente para delimitarla frente al conocimiento conceptual y por lo tanto para determinar los fenómenos de lo bello y del arte. ¿Pero merece la pena reservar el concepto de la verdad para el conocimiento conceptual? ¿No es obligado reconocer igualmente que también la obra de arte posee verdad? Todavía hemos de ver que el reconocimiento de este lado de la cuestión arroja una luz nueva no sólo sobre el fenómeno del arte sino también sobre el de la historia?.  

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