Raimon Arola, Alquimia y religión. Los símbolos herméticos del siglo XVII / En los sistemas de pensamiento próximos a la alquimia de principios del siglo XVII, los símbolos poseían interés por cuanto permitían acercar el espíritu humano a los secretos de la creación, pues, gracias a ellos, los hombres creían que podían reunirse con el Creador ...


En los sistemas de pensamiento próximos a la alquimia de principios del siglo XVII, los símbolos poseían interés por cuanto permitían acercar el espíritu humano a los secretos de la creación, pues, gracias a ellos, los hombres creían que podían reunirse con el Creador. Tal parece ser el sentido de la ciencia divina. Simbolizar la luz de la naturaleza marcaba el camino ascendente para conocer a Dios. Así, los símbolos eran imágenes o palabras necesariamente oscuras puesto que desvelaban el enigma divino inscrito en cada elemento o parte de su creación. En 1611, Sebastián de Covarrubias publicó su famoso
Tesoro de la lengua española o castellana, en el que escribió: «Locutiones symbolicas se dizen aquellas que tienen en sí obscuridad, hablando por semejanças y metáforas, como las sentencias de Pithagoras, que comúnmente llaman symbolos».
La oscuridad inherente a los símbolos, que Covarrubias relaciona con la tradición pitagórica, se volvió más densa, si cabe, en los tratados alquímicos, puesto que en dicha disciplina se acentuaban las correspondencias entre el gran mundo y el microcosmos, entendido como la realidad de la Piedra filosofal. En última instancia, las correspondencias entre microcosmos y macrocosmos propuestas por los pitagóricos se podrían resumir con el emblema de los dos Mercurios de Michael Maier que hemos visto en el capítulo anterior.
Los símbolos estaban directamente relacionados con el pensamiento transmitido por los neoplatónicos de los primeros siglos de la era cristiana. Con lo que se entendía como la armonía pitagórica entre las distintas partes del universo. En la trama de los mundos, los símbolos podían desvelar las relaciones secretas que tejían la creación. Jámblico escribió:
«El modo de enseñanza por medio de símbolos era en su escuela especialmente importante. Esta forma era cultivada por casi todos los griegos con carácter ancestral, pero era especialmente venerada entre los egipcios en sus más variadas formas. Igualmente Pitágoras también le concedía una gran importancia. Si se exponen con claridad los significados y pensamientos de los símbolos pitagóricos, cuánta exactitud y verdad contienen, si se los desprende de sus envolturas, se los libera de la forma enigmática y se los adapta, mediante tradición simple y sin adornos, a la naturaleza noble de estos filósofos, cuya divinidad excede el pensamiento humano.»
El macrocosmos y el microcosmos no eran considerados como dos realidades distintas, sino como dos estados de la misma realidad simbólica. Este extremo lo definió ampliamente Robert Fludd en su Utriusque cosmi maioris scilicet et minoris, metaphysica, physica, atque technica Historia, publicada en 1617 y que fue motivo de grandes controversias, centradas principalmente en el papel que jugaba el Alma del Mundo en las relaciones entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño". Según dicho autor podía afirmarse que, en la medida en que la creación poseyera un «alma», ésta era igualmente capaz de manifestarse en las partes, generándose entonces la armonía en las interrelaciones, armonía que el símbolo recogía. El simbolismo alquímico no fue ajeno al pensamiento neoplatónico, siempre que pueda relacionarse el Alma del Mundo con el Mercurio o Primera Materia.
Los símbolos debían conducir al pensamiento y al espíritu del hombre desde las formas de lo creado hasta su origen, por eso se los consideraba una ciencia. De hecho, no eran muy distintos de los jeroglíficos que los renacentistas inventaron, emulando la antigua escritura egipcia y, en última instancia, el poder divino de la palabra como logos creador. Señalemos algunas obras importantes a este respecto: en 1556, Piero Valeriano publicó en Florencia un compendio de nuevos jeroglíficos, que tituló Hieroglyphica, sive de sacris aegyptiorum aliarumque gentium literis commentarii, basado en el texto helenístico de Horapolo, Hieroglyphica, que se creía precristiano, prácticamente contemporáneo del Poimandrés. Un año antes, Achille Bocchi, un amigo de Valeriano, había publicado en Bolonia un espléndido libro de emblemas, con grabados de Giulio Bonasone, cuyo título, Symbolicarum quaestionum, de universo genere, quas serio ludebat, libri quinque, incidia en el sentido que los símbolos poseían en la tradición de la emblemática renacentista iniciada con el Emblematum liber de Andrea Alciato, publicado en 1531, sentido que la tradición alquímica de principios del siglo XVII amplió notablemente en busca del secreto más íntimo de las manifestaciones divinas. 
Pero la extensa literatura existente sobre la emblemática renacentista no debe hacernos olvidar que, en definitiva, la oscuridad de los símbolos no es ajena al misterio del propio hombre, como lo demuestra el enigma que la esfinge le propuso a Edipo, el referente obligado de la época que explicaba por qué era necesario el ingenio en las creaciones artísticas. En el Renacimiento se consideraba al hombre como el vínculo entre el Creador y la creación, y en dicha relación se manifestaba tanto el vasto universo de lo creado, con sus formas y sus leyes, como el último y más profundo contenido trascendente. Entendiendo, eso sí, que al referirse a este vínculo o mediador aludían al hombre interior, hecho a imagen y semejanza de Dios. Los símbolos de la alquimia tienen este mismo objeto de conocimiento, por lo que se apartan de cualquier otra interpretación, incluso si se consideran como símbolos específicos de la ciencia.

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