Karl Kerényi, Introducción a la esencia de la mitología. El mito del niño divino y los misterios eleusinos / «Difícilmente descubrirás las fronteras del alma», aún podemos volver a citar al viejo Heráclito, con una frase que también en este sentido resulta repentinamente cierta. E incluso podemos pensar en otra: «Sólo los vigilantes disponen de un mundo común, mientras los durmientes se inclinan por el propio» ...


«Las fronteras del alma no encontrarás, por ser tan profundo su logos», el logos, la razón de la comprensión que persigue el espíritu, abriéndose siempre más para él. «Con el espíritu puedes llegar lejos», decía este gran filósofo de los griegos, «iY a pesar de ello no podrás alcanzar las fronteras del alma!». Cuanto más se relaciona la obra de un gran investigador del alma con su objeto -y esto es lo que justamente sucede con el máximo vigor en la obra de Jung-, tanto más ilimitada resulta en sí misma, en el sentido de las palabras de Heráclito, como principio de algo que impulsa desde los comienzos. 
Esta composición del reino del alma, que mantiene sus fronteras ocultas en una vastedad, sin por ello denotar una ocultación espacial, sino una ocultación de nuestras experiencias vividas hasta hoy, invita a una comparación de la psicología con la empírica geográfica o geológica del descubrimiento de países o capas geológicas des conocidas. La teoría científica ofrece, aquí, únicamente los puntos fijos de orientación. Estos puntos ayudan a la búsqueda empírica -de la experiencia- y a través de lo empírico se consolidan. Incluso el psicólogo debe ser un gran empírico, en el sentido más original de la palabra griega empeiria, «intentarse-en-ello». De hecho, esto trae consigo una exclusividad en el debate y en el posible intercambio de la experiencia, con la exclusión de los no-experimentados. Una consecuencia de este inevitable estado representa a su vez una discusión superficial que debe permanecer infructuosa, y sólo indirectamente, por su mera existencia, acrecienta la importancia de la experiencia. 
C. G. Jung siempre se definió, en primer lugar, como un empírico, y como tal empírico posibilitó la orientación hacia un campo de formidable amplitud, existente desde el principio y que, no obstante, aún debía ser descubierto, precisamente a través de haber facilitado la orientación para ello. El mundo de la fantasía, de los sueños, de las vivencias visionarias estaba allí desde siempre, y, a pesar de todo, en el sentido más estricto de la palabra estaba «sin-descubrir», porque su estado no era evidente, se elevaba hasta la luz del espíritu, y permanecía alumbrado, espiritualizado. También el mundo de la naturaleza, en el mismo sentido, estaba «sin-descubrir», antes de que los griegos descubrieran en ella la physis -la natura, en latín-. Esta espiritualización griega de la naturaleza, la búsqueda de su logos, como base de la inteligibilidad, establecía la condición previa para las ciencias naturales de hoy en día. En los hindúes, allí donde la naturaleza nunca fue espiritualizada, donde en realidad nunca fue descubierta, tampoco se desarrollaron las ciencias naturales. En lugar de la naturaleza, subsistió un mundo exterior, incuestionable, aunque también cuestionable en su importancia; tanto como el mundo interior resultaba innegable con sus incontrolables aconteceres, aun negables en su importancia, mientras permaneciera «sin-descubrir», es decir, sin espiritualizar. Su descubrimiento y espiritualización son idénticos, son dos palabras para una misma cosa, y constituyen la condición previa para aquella psi cología moderna que hoy vive el descubrimiento de su existencia. Como descubridor y artífice de esta espiritualización sólo puede nombrarse a C. G. Jung.
Sigmund Freud, con anterioridad a él, en parte ya había encontrado los rasgos básicos del método -así como ciertos puntos de orientación del mismo campo-, y en parte los había creado con la su gestión de su talento estilístico; sólo pretendía reconocer que se pudiera meditar de manera paulatina y espontánea sobre una fase -momentánea o pasada- de su propia historia vital: corrigiéndola, completándola y dándole forma. Semejante manera de meditar se llama soñar. Según Freud, ocurre de modo cifrado, con un contenido inequívoco y sin significado espiritual. Una meditación de tal índole no sólo puede tener como objeto lo ya vivido, sino que los sueños pueden desplegarse por sí solos como meditación, en forma de dramas escenificados, y conducir al soñador hasta nuevos conocimientos no vividos -de modo que también puede ser importante para los no neuróticos-: Jung, muy al principio, fue consciente de ello, y esto le capacitó para dinamizar incluso las fronteras de la vida espiritual europea; y ampliarla, a través de lo que ofrecía el sueño, en el sentido de una vida anímica espiritualizada. 
En sueños fue descubierta una forma de vida espiritual: vida espiritual porque conducía al entendimiento que, a veces, incluso se presentaba claramente en los sueños, y de aquella manera descubría cómo éstos -al partir de una actitud abierta, hasta entonces nunca alcanzada- convertían en accesible una iluminación espiritual. En el proceso del autoconocimiento y del autodesarrollo, que tiene lugar durante los sueños, como analogía se ofrecía la vivencia de un camino de iniciación; y la semejanza general -y aun la equivalencia de muchos rasgos- con mitologías transmitidas, a menudo totalmente desconocidas para el soñador, alcanzaba un significado nuevo. A los empíricos no se les podía impedir que comparasen estas vivencias nuevas -todavía tibias del sueño- con algo muy antiguo; esos sueños mostraban abiertamente sus características arcaicas, los fenómenos de una vida espiritual arcaica atestiguada por las tradiciones mitológicas de los pueblos. Los presentimientos de los románticos, para ser evaluados, fueron considerados competencia de los científicos. El enlace vino dado -antes de que Jung, con su investigación, admitiera la existencia de un «subconsciente colectivo»- por una gran alma romántica, que con su manera de expresarse unió el romanticismo y la psicología profunda: en una conversación, anotada por Konstantinos Christomanos, ya en 1891, la emperatriz Isabel, reina de Hungría, dijo las siguientes palabras: «El alma de los pueblos es el inconsciente común de cada uno». Cada individuo podía entonces enriquecerse con la ampliación de su conciencia, y tener la oportunidad de derribar la frontera de lo personal y acceder al conocimiento del pasado colectivo de los hombres. ¿Por qué debe excluirse la posibilidad de una herencia anímica, si la herencia física se considera un hecho? 
«Difícilmente descubrirás las fronteras del alma», aún podemos volver a citar al viejo Heráclito, con una frase que también en este sentido resulta repentinamente cierta. E incluso podemos pensar en otra: «Sólo los vigilantes disponen de un mundo común, mientras los durmientes se inclinan por el propio». En el acontecimiento de la misma participación -en aquel «inconsciente colectivo»- se está aislado, solitario en el propio sueño. El soñador cae al fondo de la soledad inicial y postrera de cada hombre, como sucede en cada nacimiento o en cada muerte. Y la concienciación, la luminosidad del contenido espiritual de su sueño, nuevamente sólo le afecta a él. Cuanto más auténtico resulta este acontecimiento espiritual, tanto menos puede comunicarse. Sin embargo, precisamente en aquello que no es comunicable -sin por ello existire influir menos-, estas pocas líneas deberían ser demostrativas de un homenaje muy personal: por los inestimables méritos del gran psicólogo en el tratamiento de la vida más íntima del alma de innumerables individuos; méritos que ningún diploma puede expresar con palabras, que ningún acto público puede solemnizar con la adecuada calidez.

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