Francesco Colonna, Sueño de Polífilo / De esta manera recorrían todos en círculo la florida y amenísima llanura, unos coronados de laurel y otros de mirto y con muchas cintas y diversos adornos, marchando en religiosa y triunfal procesión y entonando solemnísimas oraciones, sin término ni final, sin fastidio ni cansancio, gozando gloriosamente hasta la suprema saciedad de todos los placeres y disfrutando de las presencias divinas y poseyendo tranquilamente, sin obstáculo alguno, aquellos reinos felicísimos y la santa patria ...


NADIE QUE HABLARA DE LOS MISTERIOS divinos tendría la infatigable elocuencia que le sería necesaria para narrar con un lenguaje adecuado cuánta divina pompa, incesantes triunfos, perenne gloria, festiva alegría y feliz danza había en torno a estos carros nunca vistos y de contemplación memorable, además de los nobles adolescentes y la apiñada multitud de innumerables ninfas, más prudentes, graves y sabias de lo que era normal para su tierna edad, que se divertían alegremente con sus bellísimos amantes juveniles e imberbes, a algunos de los cuales se les extendía por las mejillas, haciéndolas brillar, la primera pelusilla. Vi que muchas llevaban antorchas encendidas y ardientes, algunas estandartes, otras rectas lanzas adornadas con despojos antiguos y otros diversos trofeos y, en buen orden, mezcladas con los muchachos, precedían a los misteriosos triunfos, entonando cantos de alegría que resonaban hasta el cielo. Algunos de ellos tocaban instrumentos de viento de variado sonido y forma, como trompetas curvas y rectas y sonoras flautas, algunas de las muchachas arrancaban de la cítara notas celestiales, y todos se entretenían en inefables placeres y eternos deleites que excedían lo que el ingenio humano puede imaginar, glorificando los sempiternos triunfos, recorriendo aquella florida y fecunda tierra y feliz región y los campos primaverales, lugar santísimo dedicado a los bienaventurados, cuyo suelo, cubierto de flores, no estaba obstaculizado por ningún arbusto, sino que todo él era un prado único y llano de hierbas olorosas cubiertas de infinitas flores de formas bellas y variadas y perfume agradabilísimo, más de lo que es posible decir. Estos lugares amenísimos no temen la ardiente invasión de Febo, porque él no los recorre con sus velocísimos caballos cuando marcha hacia Hesperia, sino que su aire es siempre purísimo y desprovisto de humosas nieblas, y hay en él un tiempo eternamente claro e invariable y la tierra está constantemente cubierta de hierba y flores perfumadas como una graciosa y noble pintura, siempre fresca de rocío y conservando sus colores sin el obstáculo del tiempo. Crecían aquí las cuatro clases de violetas, prímulas, melilotos, anémonas azules, neguillas, ciclámenes, vatraquios, aquileas, lirios del valle y amarantos, nardos, salincas, ambrosías, mejorana, menta, albahaca de olor a limón y todas las especies de cariófilas, rosales persas con gran cantidad de sus diminutas rosas fragantes y de muchos pétalos y de todos los colores, y otras innumerables, con todas las hierbas aromáticas y notables, que estaban distribuidas hermosamente por la fértil naturaleza sin ningún orden humano ni cultivo alguno, constituyendo su verdor florido y su gran amenidad un sumo placer para los sentidos. 
Aquí, entre las nobles y hermosas muchachas de belleza célebre, vi a la árcade Calisto, hija de Lycaón, que jugaba alegremente con la fingida Diana; a Antíope, hija de Nycteo, de la que nacieron el músico Anfión y el rústico Zeto, con el ilustre sátiro; a Issa, hija de Macareo, con su amado pastor; a Antiquia, hija de Acco, y a la pequeña Cánace; y también a la hija de Atasio y a Asteria, hija del titán Ceo; y a Alcmena con su fingido esposo. Luego vi a la deliciosa Egina solazándose con el claro río y el fuego divino; y a la madre de Filio y a la de Menefrón regocijándose con el falso padre, y a Díode, con el regazo cubierto de bellísimas flores y reverenciando a la tortuosa serpiente; y a la linda muchacha que ya no se quejaba de sus cuernos; y a Astíoquia y a Antígona, hija de Laomedonte, solazándose voluptuosamente con sus plumas; y a Curifis, inventora de las primeras cuadrigas; y a la ninfa Garamántide, retenida por el cangrejo de muchas patas mientras lavaba sus delicados pies en las claras aguas del Bagrada. Luego vi una codorniz que huía volando de un águila de terribles garras que la perseguía. Y también a Erigone, que tenía el reluciente pecho cubierto de sabrosas uvas; y a la hija del rey Cholón, deleitándose con un robusto toro; y a la mujer de Enípeo, contenta con su transformado marido; y a la hija de Alpe, solazándose plácidamente con un hirsuto y lanudo carnero; y a la virgen Melania con la bestia nadadora; y a Filira, hija del antiguo Océano, con el padre de Quirón. Luego vi a Ceres, la legisladora, con la frente coronada de rubias espigas, unida con la escamosa hidra en deleitoso placer; y a la hermosísima Lara, ninfa tiberina, recreándose con Argifonte; y a la bella Juturna y a muchas otras que se ría largo enumerar.
Contemplaba yo entonces atentamente, con gran placer y ánimo aplicado, la celestial muchedumbre y los divinos triunfos, rodeados de tales coros, y los deliciosos campos, pero permanecía ignorante sobre su naturaleza y desconocía completamente quiénes eran aquellas personas, hasta que la divina ninfa, mi fiel compañera y conductora, advirtiendo mi ignorancia y sin que yo se lo preguntara, me decía sobre los amorosos misterios, con rostro expresivo y dulces palabrillas: «Polifilo mío, ¿ves aquella? —mostrándome las que habían sido mortales—. Fue ardientemente amada por el alto Júpiter, y lo mismo aquella otra; y esta fue tal y tales númenes fueron atrapados en su dulce amor». Y de este modo, notificándome al mismo tiempo la noble y regia estirpe y el nombre que yo desconocía, me lo decía afablemente y con gran placer, y me señalaba a la muchacha. Luego me mostró una venerable multitud de jovencitas vírgenes, que todavía no habían experimentado el amor, a cuya cabeza marchaban tres santas matronas con divinos objetos de culto, guías de tan gran deleite. Y, con el semblante angelical un poco alterado, añadió mi ninfa amorosamente: «Polifilo mío, quiero que sepas que aquí no puede entrar ninguna mortal sin su antorcha encendida por su ardiente amor y con sumo trabajo, como ves que yo la llevo ahora, o bien en la segura compañía de aquellas tres matronas.» Y suspirando profundamente, dijo: «Como verás, voy a llevar esta antorcha al templo santo por tu amor, y allí la ofreceré y la apagaré.» Este razonamiento atravesó mi inflamado corazón, tan agradable y delicioso me resultaba que me llamara «Polifilo mío», por lo que comenzaba a sospechar firmemente que ella era Polia. Por esto, agitado de pies a cabeza por una suprema dulzura, sentía que mi abrasado corazón renacía y que huía hacia ella. Mi rostro y los suspiros que lanzaba me acusaban de este vehemente efecto, y ella, sagaz, se dio cuenta y, para interrumpir mi nuevo accidente, comenzó a decirme plácidamente y con cariño: «¡Oh, cuántos quisieran poder entrever lo que tú ves ahora abiertamente! Pon tu mente en las cosas elevadas y mira con atención, Polifilo, cuántas otras nobles e ilustres ninfas se muestran respetuosas y generosas con los enamorados adolescentes que las acompañan, los cuales las alaban a ellas y a los amantes infatigables con amorosas y dulces notas y medidos versos y, ensalzando incesantemente y con gran placer los triunfos supremos, cantan junto con el gratísimo gorjeo de múltiples y diversas avecillas, llenando el espacio con sus elogios.» 
En el primer canto y alegre coro que realizaba la ovación y excelsa alabanza del primer triunfo, salmodiaban las santísimas musas, precedidas por el divino tocador de lira. Seguía a este triunfo celeste una elegante muchacha árcade, que se llamaba Leria, con la frente coronada de inmortal laurel, acompañada de la bellísima Melanthia, abrazada a su divino padre, de notable hermosura, cuyo vestido y manera de hablar indicaban que era griega y sobre la cual Alejandro el Macedonio colocaba siempre al dormir su poderosa cabeza. Esta, más dulce que las otras en voz y canto, llevaba una lámpara resplandeciente que comunicaba su luz con generosidad a las compañeras que la seguían. Aquí me mostró la preclara ninfa a la antiquísima Ifianasa y luego al antiguo padre Himerino, cantando dulcemente con sus amadas hijas, y con ellas a la fértil y liberal Lícoris y a una matrona que cantaba entre dos hermanos tebanos y a la bella Silvia. Todas estas y algunas otras precedían magníficamente al primer carro, tocando celestes liras e instrumentos de dulce sonido y danzando con gran agilidad. 
Daban altisonante e inmortal alabanza al segundo triunfo la insigne Némesis junto con Corina, Lesbia, Delia y Neaera y la sícula Crocale y otras muchas, más amorosas y lascivas que las anteriores. 
De igual modo, mostrándome la ninfa el esplendor del tercer triunfo, dijo: «¿Ves aquellas? Quintilia y Cinthia, Nauta y otras cantan versos deliciosos. Va con ellas Violantila con su paloma y aquella otra que llora por su pajarillo.» 
Precedían al cortejo del cuarto carro la noble Lide, Cloe, Lidia, Neobole, la hermosa Filis y la bella Lycia y Tiburna y Pirra, que cantaban sus alabanzas voluptuosamente acompañadas por resonantes cítaras. Tras este cuarto triunfo, iba entre las ménades una notable mucha cha que pedía con sus cantos que se añadieran cuernos a la bella cabeza del amoroso Faón. Por último, la ninfa me mostró una honestísima matrona vestida de blanco y otra de inmortal color verde, que cantaban detrás de todas las demás cantoras. 
De esta manera recorrían todos en círculo la florida y amenísima llanura, unos coronados de laurel y otros de mirto y con muchas cintas y diversos adornos, marchando en religiosa y triunfal procesión y entonando solemnísimas oraciones, sin término ni final, sin fastidio ni cansancio, gozando gloriosamente hasta la suprema saciedad de todos los placeres y disfrutando de las presencias divinas y poseyendo tranquilamente, sin obstáculo alguno, aquellos reinos felicísimos y la santa patria.

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