Anónimo, Los Arcanos mayores del Tarot / Los arcanos mayores del tarot son auténticos símbolos. Al que los medita le ocultan o descubren su sentido según la profundidad con que haya sido capaz de recogerse. ...


Los arcanos mayores del tarot no constituyen ni alegorías ni secretos; las alegorías sólo son representaciones figuradas de conceptos abstractos; los secretos pueden ser cualesquiera hechos, procedimientos, métodos o doctrinas que uno guarda para sí por razones personales, pese a que también podrían entenderlos o ponerlos en práctica otras personas a quienes no
se quieren revelar. Los arcanos mayores del tarot son auténticos símbolos. Al que los medita le ocultan o descubren su sentido según la profundidad con que haya sido capaz de recogerse. 
Lo que revelan no son secretos, o sea cosas disimuladas por la voluntad humana, sino arcanos, algo muy distinto. Un arcano es lo que hay que saber para ser fecundo en un sector determinado de la vida espiritual. Debe estar activamente presente en nuestra conciencia -o incluso en nuestro subconsciente- para darnos la capacidad de hacer descubrimientos, engendrar nuevas ideas, concebir nuevos temas artísticos; en una palabra, para volvernos fecundos en nuestras empresas creadoras, y ello en cualquier campo de la vida espiritual. Un arcano es un fermento o enzima cuya presencia estimula la vida espiritual y anímica del hombre. Los símbolos son portadores de esos fermentos o enzimas y los comunican si el destinatario está espiritual y moralmente bien dispuesto para recibirlos, es decir, si se siente pobre de espíritu y no sufre de la más grave de las enfermedades espirituales: la presunción. 
Así como el arcano es superior al secreto, así también el misterio está por encima del arcano. El misterio es más que un fermento estimulante. Es un suceso espiritual comparable al nacimiento o a la muerte física. Es el cambio de toda la motivación espiritual y psíquica o, si se prefiere, la alteración completa del plano de la conciencia. Los siete sacramentos de la Iglesia son los colores del prisma en los que se descompone la luz blanca de un único misterio o sacramento, a saber, el del segundo nacimiento, en el que el Maestro instruyó a Nicodemo durante la entrevista de iniciación que tuvo con él de noche. Esto es lo que el hermetismo cristiano entiende por la gran iniciación.
Huelga decir que nadie inicia a nadie si la iniciación se identifica, como acabamos de ver, con el misterio del segundo nacimiento o con el gran sacramento. La iniciación viene de lo alto y tiene el valor y duración de la eternidad. El iniciador está arriba; aquí abajo sólo se encuentran condiscípulos, que se reconocen por amarse los unos a los otros. Tampoco hay maestros, pues no existe más que un único Maestro, el iniciador supremo. Cierto que ha habido siempre maestros que enseñan sus doctrinas e iniciadores que comunican algunos de sus secretos a otros, los cuales se convierten a su vez en iniciados; mas todo esto nada tiene que ver con el misterio de la gran iniciación. 
Por eso el hermetismo cristiano, como empresa humana, no inicia a nadie. Entre los herméticos cristianos, ninguno se arrogará el título y las funciones de iniciador o maestro, ya que todos son condiscípulos y cada cual es maestro de los demás en algo, como también es su discípulo en algo. A este respecto, no podemos hacer nada mejor que seguir el ejemplo de san Antonio el Grande, quien «Se sometía de buen grado a los hombres fervorosos a quienes iba a ver y se instruía con ellos en la virtud y ascética que les eran propias. En uno contemplaba la amabilidad, en otro la asiduidad a la oración; en éste veía la paciencia, en aquél la caridad para con el prójimo; de uno se fijaba en las vigilias, de otro en su afán de aprender; a uno lo admiraba por su constancia, a otro por sus ayunos y por dormir sobre el duro suelo; en uno observaba la mansedumbre, en otro la grandeza de alma; en todos ellos advertía la devoción a Cristo y el amor que se profesaban mutuamente. Colmado por cuanto había visto, regresaba a su propia ermita y allí lo compendiaba en su espíritu, tratando de concretar en sí mismo las virtudes de todos»
Tal ha de ser la conducta del hermético cristiano en lo relativo a los conocimientos y a las ciencias -naturales, históricas, filológicas, filosóficas, simbólicas y tradicionales-, lo que equivale a aprender el arte de aprender. 
Los arcanos nos estimulan y a la vez nos dirigen en este arte. Los arcanos mayores del tarot son al respecto una escuela completa e inestimable de meditación, estudios y esfuerzos espirituales; en suma, una introducción magistral en el arte de aprender. 
Así pues, querido amigo desconocido, el hermetismo cristiano no tiene la pretensión de rivalizar con la religión o las ciencias oficiales. Quien en él buscara la verdadera religión, la verdadera filosofía o la verdadera ciencia habría errado el camino. Los herméticos cristianos no son maestros sino servidores. No pretenden -un tanto puerilmente-sobreponerse a la fe sagrada de los fieles ni menospreciar los frutos logrados por el denuedo admirable de los trabajadores de la ciencia, ni tampoco elevarse por encima de las creaciones del genio artístico. Los herméticos no poseen el secreto de los futuros descubrimientos de las ciencias. Ignoran como todo el mundo, por ejemplo, cuál es el remedio eficaz contra el cáncer. Y en verdad serían monstruos si, conociendo el remedio contra ese azote de la humanidad, lo guardaran para sí y se negaran a comunicarlo a los demás. No, no lo conocen, y serán los primeros en admitir la superioridad del futuro bienhechor del género humano que, gracias a su ciencia, descubra tal medicamento. 
Reconocen también sin reservas la superioridad de un san Francisco de Asís (entre tantos otros), que era un hombre de esa fe llamada exotérica. Y saben que cada creyente sincero es un Francisco de Asís en potencia. Los creyentes, científicos y artistas les son superiores en varios puntos esenciales. No se les escapa esto a los herméticos, y por ello no se jactan de ser mejores, de creer mejor, de saber o poder más. No mantienen en secreto una religión que les sea propia para ponerla en lugar de las religiones existentes, ni una ciencia suya con la que intenten sustituir las ciencias actuales, ni sus artes particulares para reemplazar las bellas artes de hoy o de mañana. Lo que poseen no lleva consigo ventajas tangibles ni una superioridad objetiva respecto a la religión, la ciencia o el arte; es solamente el alma común de la religión, la ciencia y el arte.

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