Ágnes Heller, El hombre del Renacimiento / El hombre puede constituir un microcosmos, pero de tal clase que no reproduce el macrocosmos ni en lo material ni en lo estructural, limitándose a conocerlo ...


El Renacimiento no contaba
aún con una teoría del conocimiento. Los problemas relativos a la misma se subordinaban en parte a la ontología, en parte a la antropología. Tampoco tuvo una psicología. El conocimiento y demás fenómenos psíquicos se consideraban funciones del «alma». Había distintas opiniones en cuanto a las características y propiedades de ésta, aunque, al propio tiempo, todos los pensadores renacentistas —a despecho de que sostuvieran que el alma fuera forma o sustancia, de origen natural o divino— estaban de acuerdo en el hecho de que el alma era objetiva y en que debía de darse en la realidad total, tal vez a diferentes niveles de existencia. 
La separación entre gnoseología y analítica del «alma» no comenzó sino en el siglo XVII y entonces adoptó dos formas. (En este sentido, Descartes, Espinoza y Leibniz fueron los que más se acercaron a la tradición renacentista, aunque con un rigor metodológico cien veces mayor.) Una tendencia partió de Hobbes. Hobbes fue, en efecto, el primero que diferenció las categorías de conocimiento y psique del concepto de «alma»-sustancia. La segunda parte de su trilogía filosófica lleva el título de De homine —que parece un estímulo a la polémica— en lugar de De anima. Fue éste el gran impulso tendente a la creación de una antropología unitaria, sobre todo porque seguía subordinando la antropología (y en su seno las cuestiones fundamentales de la psique y el conocimiento) a la filosofía de la naturaleza, cuyos problemas ya había tratado en la primera parte. Casi todos los materialistas franceses de la Ilustración recorrieron el mismo camino, especialmente Helvétius y (aunque asistemáticamente) Diderot. Hume, que separó la antropología de la ontología de la filosofía natural, de un lado amplió la brecha abierta por Hobbes y de otro se aventuró en solitario por un nuevo sendero. Con lo que nos encontramos ya a un paso de Kant, que apartándose de la ambigüedad de Hume elaboró toda una teoría que nada tenía de ambigua. En Kant, la antropología se tornó análisis de las facultades humanas que actúan con independencia recíproca. La necesidad de una psicología aparte (no necesidad auténtica, sino necesidad inherente al método) es producto del pensamiento kantiano. El gigantesco esfuerzo hegeliano por trascender el impasse kantiano del alma —a un nivel teórico y científico incomparablemente superior— condujo de nuevo al pensamiento renacentista. La antropología (fenomenología) volvió a unificarse y el hombre —en todas sus manifestaciones— volvió a figurar como parte de una naturaleza unitaria. Pero he aquí que el «alma» se insinúa de nuevo, esta vez bajo la forma de espíritu universal. En lugar de un universo multiforme y sensible y un ser humano adecuado al mismo, lo que se da es un universo racional y un hombre que alcanza su culminación en el conocimiento filosófico. Sólo la ontología social y antropológica unitarias, donde, como en el caso de Hobbes, no existe una «gnoseología» y una «psicología» aisladas, pero donde el de cive no se basa en el de homine, sólo la ontología y la antropología, repito, elaboradas según el método marxista, pudieron superar la concepción renacentista, y no únicamente en los aspectos particulares sino también en conjunto. 
El pensamiento renacentista sostuvo la premisa, ya difundida en la Antigüedad y refrendada por el cristianismo, de que el hombre estaba compuesto de «alma y cuerpo». También la naturaleza tenía «cuerpo y alma». Pero esto en sí nada nos dice acerca del contenido de las diversas tendencias de pensamiento ni de su carácter científico. El grado de valor científico ha de medirse según la relación cuerpo-alma y según la interpretación del concepto de alma, no en virtud de la simple afirmación de la dicotomía. 
Respecto de la «esencia» del alma se daba abundante especulación abstrusa, teológica, mágica y de toda índole. De la reacción contra ella brotó una corriente de pensamiento —no de capital importancia— que se alejó programáticamente del análisis de la esencia del alma. Valla, por ejemplo, argüía que lo que debía conocerse no era la esencia del alma, sino los fenómenos intelectuales. Vives, en el Tratado del alma, seguía los pasos del programa citado. Lejos de preocuparse acerca de las teorías de la sustancia, lo que hizo fue tratar de la antropología y, en el seno de ésta, de las pasiones. Cuando Telesio —en parte siguiendo a Vives, en parte censurándolo— alegó que toda la tendencia descrita tenía que subordinarse a la filosofía natural, tenía razón indudablemente, aunque de forma abstracta, teórica. Pero en Telesio, dado el nivel evolutivo de la época, esto significaba necesariamente la vuelta al concepto de alma en calidad de sustancia y, por supuesto, a la concepción del «alma inmortal». 
Sería absurdo ver en esa corriente intelectual, particularmente en el rechazo de Valla de cualquier indagación de la «esencia» del alma, una suerte de positivismo, como algunos de los discípulos de Cassirer (magníficos estudiosos del Renacimiento, la verdad sea dicha) han querido ver. Valla no negaba la esencia del alma, como tampoco negaba la esencia, la sustancialidad de la naturaleza. Lo que ocurría sencillamente es que consideraba que la observación y descripción de los fenómenos intelectuales era un medio más excelente de conocer «el alma» que las especulaciones que se habían distanciado de la realidad empírica. Y lo mismo puede afirmarse de Vives.
La polémica, por consiguiente, no se centró en la existencia o no existencia del alma como sustancia, sino en la cuestión de si el alma era inmanente o no y, en consecuencia, en la cuestión de si formaba parte eterna, infinita y necesaria de la naturaleza viva (como afirmaba Bruno, por ejemplo) o no; si el alma humana emanaba del alma de la naturaleza (como sostenía Bóvilo) o no; si Dios confería la inmortalidad al alma indirectamente, mediante el alma de la naturaleza (como aseveraba Ficino), o no; si su inmortalidad era colectiva (como postulaban los averroístas) o si era individual (como defendían los platónicos y algunos aristotélicos). ¿Era substancia (según los platónicos) o forma (según ciertos aristotélicos)? ¿Eran inmanentes o trascendentes sus funciones? ¿Tenía su propia inmortalidad —si era inmortal— alguna influencia en la conducta moral? En tal caso, ¿en qué consistía dicha influencia? ¿Era deseable? ¿Cuál era su relación con el cuerpo? ¿Existía paralelismo o relación causal con éste? Las preguntas de tono semejante serían infinitas. 
Debe advertirse que el carácter social e intelectualmente progresivo de las distintas tendencias no siempre coincidía. La función social de una teoría dada podía ser muy distinta en circunstancias diferentes, y siempre resulta difícil abstraería de su contexto intelectual. Ya he hablado de la óptica ficiniana, a cuyo tenor también el cuerpo es inmortal. Esta opinión, ridícula desde el punto de vista científico, venía a representar la unidad de cuerpo y alma, la totalidad del individuo y la equiparación de la praxis cognoscitiva, ética y sensible. Ya hemos hablado de la polémica de los averroístas contra la inmortalidad individual del alma, que también constituyó —al mismo tiempo— un ataque al individualismo. En relación con todo esto no parecía indispensable analizar a fondo los problemas; puede que fuera éste el plano en el que la filosofía permaneció más cerca de la vida cotidiana. Para solucionar los problemas teóricos, fueran éticos o gnoseológicos, se acudía a la elaboración de la concepción del alma correspondiente, es decir, se seleccionaba ésta de la plétora de soluciones ya preparadas. De lo contrario no podía ni seleccionarse ni acoplarse al lugar que le correspondía, como en aquel brillante pasaje donde Montaigne analiza la fantasía y la imaginación: «... todo lo cual puede comprenderse por la estrecha unión del cuerpo y el espíritu que se transmiten entre sí sus estados correspondientes»," afirma a modo de conclusión. Pero Montaigne no analiza en qué consisten esta «estrecha unión» y la referida «transmisión», ya que da por sentado que se trata de cosas «evidentes por sí mismas». 
Los análisis más científicos del alma se dieron entre los aristotélicos, cuya postura ante la naturaleza fue menos empírica y para los que el tema de estudio no se acompañaba de ningún entusiasmo patético. Podemos destacar como característicos a Pomponazzi y Zabarella. 
Lo que pretendía demostrar Pomponazzi era la unidad del alma. En su opinión, la dualidad de un alma sensitiva e intelectual se contradecía en la experiencia: «En primer lugar, me parece que esta doctrina contradice la experiencia. Yo mismo, mientras esto escribo, me siento aquejado de muchas molestias corporales, y esto es obra de la facultad sensitiva; al mismo tiempo, yo, tan angustiado como estoy, razono sobre las causas médicas con el fin de deshacerme de dichas molestias; y esto no puede hacerse sino por el intelecto. Aunque existieran dos esencias, una sensitiva y otra intelectiva, ¿cómo podría convenirse en que yo, que siento y razono, soy uno solo? Pues podríamos decir que dos hombres unidos y fundidos tienen conocimientos comunes; y esto es ridículo.» El argumento de la indisociabilidad de sensación y pensamiento y la conclusión final de que es imposible que haya «dos hombres» en uno solo, recuerdan de modo insistente a Hobbes y los razonamientos de los materialistas del siglo XVIII.
En su contenido y conclusiones, el breve pasaje citado sugiere varias soluciones «heréticas». La afirmación de la unidad del alma «sensitiva» y el alma «intelectiva» da al traste con el fundamento ontológico de una jerarquía entre ambas. En la ideología cristiana esa jerarquía, que partió en realidad de Aristóteles, adoptó posiciones que ni siquiera Aristóteles hubiera podido imaginar. La inferioridad de las pasiones, de los sentimientos que tenían su sede en el «alma sensitiva», era prueba suficiente de la superioridad de la «intelectiva», del «alma pensante». La corporeidad de base contaminaba el alma «sensitiva», mientras que la «intelectiva» se remontaba hasta Dios. Hubo escuelas intelectuales, ya en el Renacimiento, que restauraron el sentido original aristotélico, en el que la inferioridad de la simple sensación no significaba sino que esta facultad humana existía en el interior de una naturaleza orgánica total. Recordemos las cuatro etapas de Bóvilo: esse, vivere, sentiré, intelligere. Pomponazzi, sin embargo, tomó un camino diferente, en mi opinión más fructífero. Entendió la sensación como una clase específicamente humana de percepción y en consecuencia sostuvo no sólo que era equivalente al conocimiento conceptual, sino también consubstancial a él. 
La recuperación de la unidad del alma implicó, empero, la abolición de la dualidad cuerpo-alma. Si hasta la sensación más corpórea es tan propia del alma como la más pura reflexión, el cuerpo o materia no es lo que el cristianismo llamaba «corporeidad». Alma y cuerpo, razonaba Pomponazzi, no son substancias separadas. El alma —el alma unitaria— no es otra cosa que la forma del cuerpo. La relación entre cuerpo y alma es la relación que se da entre contenido y forma. Hasta aquí, todo es aún aristotelismo. Pero —añade entonces Pomponazzi—, aunque algo manifieste una relación de forma y contenido, no quiere decir que la relación sea idéntica a la que se da entre motor y objeto movido. La relación entre motor y objeto movido es como la que se da entre el buey y el arado. Éste no es orgánico, aquél si. Pomponazzi, pues, no toma de Aristóteles la noción de que la forma anima la materia. No se daba ya un elemento activo y otro pasivo en su «unidad orgánica». 
Esta línea de argumentación conduce necesariamente a Pomponazzi al tema de la mortalidad del alma. De hecho se aproxima a él con mucha frecuencia. He sostenido más arriba que desde una perspectiva ética rechaza la inmortalidad del alma. Pero en los contextos ontológico y gnoseológico no llega a realizarlo por completo. El alma, considera, es mortal por esencia, porque es forma de la materia y debe perecer con ésta; el alma se origina en la procreación, no en virtud de una creación particular. Sin embargo, prosigue, al mismo tiempo «participa» de la inmortalidad porque —y aquí está el truco— de lo contrario no podría captar lo universal y lo inmortal. 
En este punto Pomponazzi recapitula un tema común a todo el Renacimiento: la teoría del paralelismo de microcosmos y macrocosmos. Si toda la realidad —el universo— es infinita y universal, el hombre (microcosmos) también debe ser infinito y universal, al tiempo —y de forma inseparable— que capaz de conocer lo infinito y lo universal. Como la experiencia nos enseña que el cuerpo no es infinito ni universal, tiene que existir «algo» en el hombre que sea infinito y universal. El reflejo no puede contradecir lo que refleja el espejo. En esa facultad cognoscitiva donde trasluce la noción de infinito y universalidad «tiene que haber algo» de infinitud y universalidad. Este algo sólo puede tener representación en el alma. Si el individuo particular no es idéntico, incluso en alma, a la substancia inmortal, y si su alma es parcialmente mortal, sigue no obstante participando de la esencia por mediación de su facultad de conocer lo universal: de este modo, el alma posee un aspecto inmortal. En pocas palabras: se trata de un caso en que el pensador naufraga mientras intenta solu cionar un problema considerable y de ningún modo a consecuencia de la ideologización de una necesidad social o ética. 
Pero fue Giacomo Zabarella, discípulo de Pomponazzi, el que cortó el nudo gordiano limpiamente distinguiendo entre substancia y función, entre el organismo y sus funciones. Al actuar así pulverizó —mucho más radicalmente que Bóvilo— el principio del paralelismo micro-macrocósmico. «El cuerpo no es el acto del alma, sino que el alma es el acto del cuerpo; no es cuerpo, sino algo que pertenece al cuerpo...» El alma en tanto que «acto» del cuerpo no es de ningún modo lo mismo que el alma en calidad de «forma». La forma lo es de algo material, pero también conlleva substancialidad. No obstante, el «acto» que corresponde a algo material no comporta ya substancialidad ninguna: no es otra cosa que su función. 
Las dos formas más rudimentarias del alma (comunes a los hombres y a los animales) pueden contener indisolublemente el organismo y sus funciones, es decir: su existencia determina su función (esse... operari). Pero la conexión de esse y operari, que en el tomismo tenía validez universal, no es aplicable al hombre. La facultad congoscitiva del hombre, el intelecto, es concreta, sí —en su substancia— está determinada y circunscrita a ella, y es continua, pero su función puede trascender su existencia. En sus operaciones, en su funcionamiento, el intelecto capta, elabora y conoce las esencias que (como la universalidad y el infinito) no están presentes en su materia ni en su substancia. «Pues según su existencia es una forma del cuerpo que corresponde fielmente a la materia, pero en cuanto a sus operaciones se eleva más sobre lo material que las demás partes del alma y cuando acoge en si la especie no se sirve de ninguna parte corporal como recipiente», escribe Zabarella. Y prosigue: «Puede acoger especies inteligibles sin que el cuerpo las acoja. En virtud del ejercicio de sus funciones se dice que el hombre ejerce dichas funciones y las conoce, ya que es la forma gracias a la cual el hom bre es hombre...»" En consecuencia, el hombre puede constituir un microcosmos, pero de tal clase que no reproduce el macrocosmos ni en lo material ni en lo estructural, limitándose a conocerlo. El reflejo de lo universal basado esquemáticamente en la identidad absoluta tuvo que cincelar el perfil de una teoría del conocimiento más moderna antes de que la ciencia pudiera desentenderse de la substancialidad del «alma».

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