Mircea Eliade, Herreros y alquimistas / Aquí reside la novedad de la perspectiva alquímica: la Vida de la Materia no está ya definida en términos de hierofanías «vitales» como en la perspectiva del hombre arcaico, sino que adquiere una dimensión «espiritual»; dicho de otro modo, al asumir la Materia la significación del drama y del sufrimiento asume también el destino del Espíritu ...


¿A qué causas históricas debemos atribuir el nacimiento de las prácticas alquímicas? Sin duda nunca lo sabremos. Pero resulta dudoso que la alquimia se haya constituido como disciplina autónoma a partir de las recetas para falsificar o imitar el oro. El Oriente helénico había heredado todas sus técnicas metalúrgicas de Mesopotamia y Egipto, y sabemos que desde el siglo XIV anterior a nuestra Era los mesopotámicos habían puesto a punto la prueba del oro. Querer emparentar una disciplina que durante dos mil años ha intrigado al mundo occidental con los esfuerzos realizados para hacer oro por medios artificiales es olvidar el extraordinario conocimiento que los antiguos tenían de los metales y las aleaciones y subestimar sus capacidades intelectuales y espirituales. La transmutación, meta principal de la alquimia alejandrina, no era en el estado contemporáneo de la ciencia ningún absurdo, pues la unidad de la materia era desde hacía muchísimo tiempo un dogma de la filosofía griega. Pero resulta difícil creer que la alquimia haya surgido precisamente de las experiencias llevadas a cabo para convalidar ese dogma y demostrar experimentalmente la unidad de la materia. Es difícil ver la fuente de una técnica espiritual y una soteriología en una teoría filosófica. 
Por otra parte, cuando el espíritu griego se aplica a la ciencia da pruebas de un sentido extraordinario de observación y razonamiento. Y lo que precisamente nos llama la atención al leer los textos alquímicos griegos es su falta de interés por los fenómenos físico-químicos; es decir, justamente la ausencia de espíritu científico. Como acertadamente señala Sherwood Taylor: «Todos cuantos utilizaban el azufre no podían dejar de observar los curiosos fenómenos que se producen tras de su fusión y el consecutivo calentamiento del líquido. Ahora bien, aun cuando se mencione centenares de veces el azufre, jamás se hace alusión a ninguna de sus características, aparte de su acción sobre los metales. Hay en ello tal contraste con el espíritu de la ciencia griega clásica que no podemos por menos de concluir que los alquimistas no se interesaban por los fenómenos naturales que no servían a sus fines. Es, sin embargo, un error no ver en ellos sino a buscadores de oro, pues el tono místico y religioso que se advierte en sus obras, sobre todo en las de época tardía, se acomoda mal con el espíritu de los buscadores de riquezas (...). No se encontrará en la alquimia ningún rastro de una ciencia (...). El alquimista no emplea jamás procedimientos científicos.» Los textos de los antiguos alquimistas demuestran que «estos hombres no se interesaban por hacer oro y no hablaban en realidad del oro real. El químico que examina esas obras experimenta  la  misma  impresión  que  un  albañil  que quisiera extraer informaciones prácticas de un tratado sobre la franc-masonería». 
Si, por consiguiente, la alquimia no podía nacer del deseo de falsificar oro (es decir, crearlo por medios de laboratorio), ya que la prueba del oro era conocida desde hacía varios siglos, ni de una técnica científica griega (acabamos de ver la falta de interés de los alquimistas griegos por los fenómenos físico-químicos en cuanto tales), forzoso nos resulta buscar en otro lugar los «orígenes»   de   esta   disciplina   generis.   Es   probable que, más que la teoría filosófica de la unidad de la materia,  haya  sido  la  vieja  concepción  de  la  Madre Tierra, portadora de minerales-embriones, la que cristalizó la fe en una transmutación artificial; es decir, verificada en un laboratorio. Fue probablemente el encuentro con los simbolismos, las mitologías y las técnicas de los mineros, fundidores y herreros lo que verosímilmente dio lugar a las primeras operaciones alquímicas. Pero, sobre todo, fue el descubrimiento experimental de la Sustancia viviente, tal como era sentida por los artesanos, el que debió jugar el papel decisivo. Efectivamente, es la concepción de una Vida compleja y dramática de la Materia lo que constituye la originalidad de la alquimia en relación con la ciencia griega clásica. Existe, pues, fundamento para suponer que la experiencia de la vida dramática de la Materia fue posible precisamente gracias al conocimiento de los Misterios grecoorientales. 
Es sabido que la esencia de la iniciación a los misterios residía en la participación en la pasión, muerte y resurrección de un dios. Ignoramos las modalidades de esta participación, pero bien podemos suponer que los sufrimientos, la muerte y la resurrección del dios, ya conocidos del neófito como mito, como historia ejemplar, le eran comunicados durante la iniciación de modo «experimental». El sentido y la finalidad de los Misterios eran la transmutación del hombre: por la experiencia de la muerte y resurrección iniciáticas, el místico cambiaba de régimen ontológico (se hacía inmortal). 
Ahora bien, el argumento «dramático» de los «sufrimientos», la «muerte» y la «resurrección» de la materia, está atestiguado desde el comienzo de la literatura alquímica greco-egipcia. La transmutación, la opus magnun, que conducía a la Piedra filosofal, se obtiene haciendo pasar la materia por cuatro grados o fases denominadas, según los colores que toman los ingredientes, melanús (negro), leukosis (blanco), xanthosis (amarillo) e iosis (rojo). El negro (la «nigredo» de los autores medievales) simboliza la «muerte», y más adelante habremos de volver sobre este misterio alquímico. Pero conviene subrayar que las cuatro fases de la opus aparecen atestiguadas ya en los Physika Kai Mystika seudodemocriteanos (fragmento conservado por Zosimo) y, por tanto, en el primer escrito alquímico. Con innúmeras variantes las cuatro (a veces cinco) fases de la obra (nigredo, albedo, citrinitas, rubedo y, a veces, viuditas y otras cauda pavonis) se mantienen en toda la historia de la alquimia árabe y occidental. 
Más aún, es el drama místico del Dios —su pasión, su muerte, su resurrección— lo que se proyecta sobre la materia para transmutarla. En definitiva, el alquimista trata a la Materia como el Dios era tratado en los Misterios; las sustancias minerales «sufren», «mueren», «renacen» a un nuevo modo de ser; es decir, son transmutadas. Jung ha llamado la atención sobre un texto de Zosimo (Tratado sobre el arte, III, I, 2-3), en el cual el célebre alquimista refiere una visión que tuvo en sueños: un personaje de nombre Ion le revela que ha sido perforado por la espada, cortado en pedazos, decapitado, chamuscado, quemado en el fuego, y que ha sufrido todo eso «a fin de poder cambiar su cuerpo en espíritu». Al despertar Zosimo se pregunta si todo lo que ha visto en sueños no está relacionado con el proceso alquímico de la combinación del Agua, si Ion no es la figura, la imagen ejemplar del Agua. Como Jung ha demostrado, este Agua es el aqua permanens de los alquimistas, y sus «torturas» por el fuego corresponden a la operación de separatio
Observemos que la descripción de Zosimo no sólo recuerda el desmembramiento de Dionisos y otros «Dioses moribundos» de los Misterios (cuya «pasión» es en cierto modo homologable a los diversos momentos del ciclo vegetal, sobre todo las torturas, la muerte y la resurrección del «Espíritu del trigo»), sino que también presenta sorprendentes analogías con las visiones de iniciación de los chamanes y, en general,  con el esquema fundamental de todas las iniciaciones arcaicas. Es sabido que toda iniciación incluye una serie de pruebas rituales que simbolizan la muerte y resurrección del neófito. En las iniciaciones chamánicas, estas pruebas, aun cuando sean experimentadas «en estado segundo», son a veces de  una  extremada  crueldad:   el  futuro  chamán  asiste en sueños a su propio descuartizamiento, su decapitación y su muerte. Si tenemos en cuenta la universalidad de este esquema de iniciación y, por otra parte, la solidaridad entre los trabajadores de los metales, los herreros y los chamanes; si se piensa que las antiguas hermandades mediterráneas de metalúrgicos y herreros disponían verosímilmente de misterios que les eran propios, podremos situar la visión de Zosimo en un universo espiritual que hemos tratado de descifrar y circunscribir en las páginas precedentes. Al mismo tiempo advertimos la gran innovación de los alquimistas: éstos proyectan sobre la materia la función de iniciación del sufrimiento. Gracias a las operaciones alquímicas, asimiladas a las «torturas», a la «muerte» y a la «resurrección» del místico, la sustancia es transmutada, es decir, obtiene un modo de ser trascendental: se hace «oro», que, repetimos, es el símbolo de la inmortalidad. En Egipto se consideraba que la carne de los Dioses era de oro: al convertirse en un Dios, el Faraón alcanzaba también la conversión de su carne en oro. La transmutación alquímica equivale por ello a la perfección de la materia; en términos cristianos, a su redención. 
Hemos visto que los minerales y los metales eran considerados como organismos vivos; se hablaba de su gestación, su crecimiento y su nacimiento e incluso de su matrimonio. Los alquimistas adoptaron y revalorizaron todas estas creencias arcaicas. La combinación alquímica del azufre y el mercurio casi siempre se expresa en términos de «matrimonio», mediante el cual se simboliza una unión mística entre dos principios cosmológicos. Aquí reside la novedad de la perspectiva alquímica: la Vida de la Materia no está ya definida en términos de hierofanías «vitales» como en la perspectiva del hombre arcaico, sino que adquiere una dimensión «espiritual»; dicho de otro modo, al asumir la Materia la significación del drama y del sufrimiento asume también el destino del Espíritu. Las «pruebas de iniciación» que en el terreno del espíritu conducen a la libertad, a la iluminación y a la inmortalidad llevan en el terreno de la materia a la transmutación, a la Piedra filosofal. 
La Turba Philosophorum expresa con absoluta claridad la significación espiritual de la «tortura» de los metales: eo quod cruciata res, cum in corpore submergitur, vertlt ipsum in naturam inalterabilem ac indele-bilem. Ruska estima que entre los alquimistas griegos la «tortura» no correspondía aún a operaciones reales, sino que era simbólica, y que sólo comenzó a designar operaciones químicas a partir de los autores árabes. En el Testamento de Ga'far Sádiq se lee que los cuerpos muertos deben ser torturados por el Fuego y por todas las Artes del Sufrimiento para que puedan resucitar, porque sin sufrimiento y muerte no puede obtenerse la Vida eterna. La «tortura» implicaba siempre la «muerte»: mortificatio, putrefactio, nigredo. No existe esperanza alguna de «resucitar» a un modo de ser trascendente sin «muerte» previa. El simbolismo alquímico de la tortura y de la muerte resulta a veces equívoco; la operación puede comprenderse tanto referida a un hombre como a una sustancia mineral. En las Allegoriae super librum Turbae se dice: «accipe hominen, tonde eum, et trahe super lapidem... doñee corpus eius mo-riatur»u. Este simbolismo ambivalente impregna toda la opus alchymicum.

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