Bruno Snell, El descubrimiento del espíritu. Estudios sobre la génesis del pensamiento europeo en los griegos / «La persona humana no tiene entendimiento, pero la divina sí». Afirmaciones parecidas a ésta de Heráclito las han hecho varios filósofos presocráticos, así como Sócrates, Platón y Aristóteles, e incluso autores cristianos. Pero seguramente se abriría un intenso debate si cada uno de ellos expusiera lo que entiende por saber divino y saber humano, qué considera accesible al saber humano y en qué medida se puede confiar en él ...


«La persona humana no tiene entendimiento, pero la divina sí». Afirmaciones parecidas a ésta de Heráclito las han hecho varios filósofos presocráticos, así como Sócrates, Platón y Aristóteles, e incluso autores cristianos. Pero seguramente se abriría un intenso debate si cada uno de ellos expusiera lo que entiende por saber divino y saber humano, qué considera accesible al saber humano y en qué medida se puede confiar en él. 
Cuando Homero comienza diciendo: «Canta, oh diosa, la ira...» o: «Háblame, Musa, del hombre...», quien habla es un poeta que no sabe por sí mismo lo que dice, que no escribe gracias a su talento o su experiencia personal, sino inspirado por una divinidad. La creencia de que a través del poeta habla una voz sobrehumana está universalmente difundida, y no sólo en estadios primitivos, entre chamanes, derviches, etc., sino también en experiencias más sublimes de poetas hasta nuestros días. En la mayoría de los casos se trata de una especie de éxtasis, pero es notable que en Homero apenas se puede decir que se sienta fuera de sí, arrebatado por las Musas. Su más extensa invocación a las Musas se encuentra en un pasaje que se presta muy poco a la emoción y al pathos: sirve de introducción a la parte más austera de la Iliada, el catálogo de navios: «Decidme ahora, Musas, dueñas de olímpicas moradas, pues vosotras sois diosas, estáis presentes y sabéis todo, mientras que nosotros sólo oímos la fama y no sabemos nada, quiénes eran los príncipes y los caudillos de los dánaos». Por la simple razón de que ellas estaban presentes en todos los acontecimientos y lo veían y sabían todo (ambos sentidos se encuentran en el ΐστε [íste], así como en el ίδμεν [ídmen], las diosas son superiores a los hombres, a los cuales sólo les llegan rumores. Homero prosigue: «El grueso de las tropas yo no podría enumerarlo ni nombrarlo, ni aunque tuviera diez lenguas y diez bocas, voz inquebrantable y un broncíneo corazón en mi interior, si las Olímpicas Musas, de Zeus, portador de la égida, hijas, no recordaran (μνησαίατο [mnesaáato]) a cuantos llegaron al pie de Ilion». El poeta debería tener órganos más numerosos y sólidos para enumerar una cantidad todavía mayor de nombres, pero ni así podría prescindir de las Musas, que debían ampliar su memoria. 
Todo esto es simple y evidente y expresa con sobria fidelidad lo que la época homérica tenía que decir sobre el saber: las Musas, presentes por doquier, proporcionan al poeta lo que nosotros llamaríamos «representación interior». La noticia oscura se convierte en obra de las Musas, en poesía, si todo revive ante los ojos, de modo que el poeta, como se dice del aedo Demódoco en la Odisea, canta «como uno que estaba presente o lo había oído de un testigo ocular». Lo que nosotros atribuimos a la fantasía, a la concentración interior, a la capacidad de compenetrarnos con otros, Homero lo atribuye también a la experiencia, y el resultado son unas ideas claras y simples del saber: cuanto más amplia es la experiencia, tanto mayor es el saber; uno conoce mejor lo que ha visto que lo que sólo ha oído; las Musas, presentes por doquier, tienen una experiencia total, mientras que la de los hombres es limitada. Si las Musas hacen partícipe de su experiencia al aeda, a éste debe bastarle que sus órganos corporales sean aptos para recibirla. Que el aeda se sepa inspirado por las Musas no excluye que se sienta orgulloso de su trabajo. Cuando Fenio dice en la Odisea: «Soy mi propio maestro, y un dios me inspiró en mi mente toda suerte de cantos», sus palabras son características de la idea de los personajes homéricos según la cual quien reflexiona sobre el origen de sus «propiedades» lo atribuye a los dioses, pero al mismo tiempo algo nuevo se vislumbra ya en el orgullo de Fenio. Cuando Hesíodo, al comienzo de la Teogonia, describe su consagración por las Musas, les hace decir en el monte Helicón: «¡Pastores del campo, triste oprobio, vientres tan sólo! Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad». 
Poco antes Hesíodo ha dado su nombre—las Musas le habrían enseñado la belleza del canto—, y las Musas lo distinguen ante «los otros pastores de panzas ociosas», le ofrecen el cetro de laurel y le inspiran a cantar «el futuro y el pasado». Hesíodo no espera solamente de las Musas que le recuerden de manera viva lo acaecido, algo que sólo se puede producir en el momento en que el aeda quiere narrar algo determinado, sino que también dice que «un día» las Musas le inspiraron el canto en el Helicón. Todo su talento poético es una gracia y un don particular de las Musas. Pero insiste en que quiere contar la realidad, y la realidad es para él la suma de los hechos concretos. Se sabe personalmente elegido y superior a los demás poetas, pero el canto sigue siendo para él un don de las diosas. Las propias Musas dicen que saben muchas cosas falsas que se parecen a la verdad: con ello Hesíodo alude evidentemente a los poetas que dicen recibir de las Musas todo aquello que es imposible saber con exactitud, y, en efecto, el arte de Hesíodo busca otra cosa: a él las Musas le dicen la verdad. No sólo lo han llamado a esta vocación de un modo nuevo: no son las antiguas Musas las que le hablan, pues poseen rasgos que eran atribuidos sólo a las Ninfas, las doncellas que trastornan el espíritu del hombre solitario; los «poseídos por las Ninfas», los νυμφόληπτοι [nymphóleptoi], son víctimas de la locura, transportados fuera de sí. Hesíodo es el primer poeta que se siente extraño entre los hombres, no se siente parte de los poetas homéricos ni de los pastores de su país. Lo nuevo que tiene que decir procede del intento de conciliar estos dos mundos, como, por otra parte, siempre resulta algo nuevo del ensamblaje de cosas heterogéneas. La evocación de viejas historias de héroes no le parecía a Hesíodo «verdadera» en el sentido de ser digna de la Musa que proclamaba la verdad. El «pasado, presente y futuro», que era para él lo esencial en el mundo que lo rodeaba, consistía en el hecho de que el hombre debía llevar una vida ardua entre las potencias de la luz y de las tinieblas. Las Musas le ayudaban a comprenderlo. Lo que los otros cantaban le parecía mentira o necedad. Y, así, ambas cosas resultan estrechamente unidas: Hesíodo se siente un hombre especial y dice la verdad de una manera particular. Su subjetividad reside en su sentido especial de la objetividad. De modo que su saber se sitúa entre el saber divino de las Musas y el humano de los necios.

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