Rodolfo Mondolfo, Figura e ideas de la filosofía del Renacimiento / El «Dios objeto» con el cual alcanzamos el contacto intelectual, no puede ser ya «la luz absoluta, que no solamente no puede comprenderse, sino tampoco pensarse como objeto; sino su sombra, su Diana, el mundo, el universo, la naturaleza que está en las cosas ...


De esta manera, para Bruno, el conocimiento y amor de lo divino se desarrollan en todos los hombres como un conato interior que empuja la intrínseca potencia infinita hacia la propia realización. «La potencia sensitiva quiere informarse de toda la realidad sensible..., el intelecto quiere entender toda la verdad», porque en la primera «se halla todo lo visible», en la segunda «todo lo inteligible en aptitud», es decir, en potencia, que significa tendencia hacia el acto. La presencia potencial, pues, constituye en el espíritu humano «aquel acicate que lo estimula a avanzar siempre más allá de lo que posee»; de manera que el progreso mismo nunca produce una satisfacción en la cual el espíritu pueda sosegarse, sino que suscita siempre nuevas insatisfacciones, nuevas necesidades que estimulan hacia un movimiento ulterior de conquista. «De la mayor aprehensión nace mayor y más intenso deseo»; «la potencia intelectiva jamás se apacigua, jamás se satisface en la comprensión ya lograda de una verdad, sino que siempre
avanza más y más allá hacia la verdad incomprensible». Esta infinitud de conato (dice Bruno) no es vana, porque se desarrolla «alrededor del acto infinito», dirigiéndose siempre hacia él y procediendo siempre de él mismo: la raíz, pues, de que brota todo conato, está constituida por la inmanencia de la Mente divina, que está presente toda en todos los seres, animándolos a todos, incluso a los que suelen llamarse inanimados. Una misma luz divina brilla, según Bruno, en todos los grados de la existencia cósmica, aun cuando se trasluce con distinta intensidad en cada uno de ellos. Desde la gota que se hace redonda para conservarse, y desde la paja que se contrae para evitar el fuego, hasta el puercoespín que en su defensa arroja sus púas con precisión certera, hasta la hormiga que cuando guarda los granos que quiere conservar para su alimento, los castra para impedir que germinen, hasta el hombre, en fin, que en su desarrollo y actividad despliega los distintos grados de su facultad cognoscitiva, siempre obra y se manifiesta la misma inteligencia universal, que mueve y gobierna todas las cosas.
Así, por encima de las distinciones de los grados de la actividad espiritual y cognoscitiva, se afirma su unidad como desarrollo progresivo procedente de una única y misma potencia. La identidad fundamental del instinto (atribuido aun a los seres inorgánicos), de la sensibilidad y del entendimiento aparece constantemente afirmada en la sucesión de las obras de Bruno: desde el Sigillus sigillorum de 1583 hasta la Summa terminorum metaphysicorum y el De inmenso et innumerabilibus de 1589-90. La sensibilidad (dice) se identifica con el mismo entendimiento, no es sino un grado o una participación de la inteligencia universal difundida en todo el universo.
En lugar de la antítesis eleato-platónica entre sensibilidad y entendimiento, se afirma con Bruno su identidad de naturaleza, y por lo tanto los distintos grados que Bruno continúa diferenciando con los neoplatónicos se unifican —como ya destacó Felipe Tocco — en una continuidad de desarrollo que se despliega a partir de la sensibilidad. Una anticipación de la teoría de la continuidad de Leibniz se afirma clara y explícitamente en Bruno. La sensibilidad (dice) en sí misma no hace otra cosa que sentir; en la imaginación percibe más profundamente que es ella la que siente; en la razón percibe que ejerce la propia actividad imaginativa; en el entendimiento se da cuenta de que desarrolla una actividad raciocinadora; en la mente divina, en fin, observa la propia inteligencia.
De esta manera, pues, bajo las fórmulas neoplatónicas, que Bruno repite, se oculta en su doctrina, desde sus primeras obras hasta las últimas, un significado muy distinto del que tales fórmulas tenían: es decir, se afirma un significado conforme a la teoría de la inmanencia. Siempre es la misma potencia cognoscitiva la que actúa en el sujeto, así como siempre es la misma verdad universal la que se ofrece al conocimiento: «en el objeto sensible, como en un espejo, en la razón, a manera de argumentación y de discurso; en el intelecto, a manera de principio y conclusión; en la mente, como en su misma y viviente forma».
Son todos grados de un único camino ascensional, en que al subir del inferior al superior «elevándonos al perfecto conocimiento, vamos complicando la multiplicidad», es decir, pasamos gradualmente de la multiplicidad desarrollada en despliegue y distinción de los seres particulares (explicatio) a su unificación y contracción en relaciones sintéticas y en identidades substanciales (complicatio). Para comprender, hace falta siempre simplificar y unificar los objetos, múltiples y distintos, de nuestra percepción e inteligencia; pero en el grado más alto (la Mente) la unificación no se cumple sólo en el objeto del conocimiento, frente al cual el sujeto permanecería distinto y opuesto, sino que se cumple en la misma relación del sujeto con el objeto, que se convierte en relación de mismidad e identidad. 
Llegamos así, en el más alto grado cognoscitivo de la mente, a la unión intelectual del sujeto con el objeto infinito (Dios), que se cumple en el éxtasis neoplatónico, preparado y realizado gradualmente en la serie de concentraciones espirituales que están descritas en el Sigillus sigillorum. El grado supremo es una especie de arrebato, en que la mente que persigue el objeto infinito de la intuición queda absorbida; de cazadora se convierte en presa, tal como el Acteón del mito griego; y esto (dice Bruno) es el «fin último y final de esta caza... por el cual el cazador se torna en presa».
Pero aquí Bruno no se entrega a la conclusión mística de los neoplatónicos, así como podría sugerir la idea del éxtasis contemplativo, que en Piotino, como ya en Filón Alejandrino, significaba no solamente anulación de toda distinción entre sujeto y objeto, sino también supresión de todo efectivo conocimiento, en un aniquilamiento espiritual de sí mismo y de toda actividad contempladora (que en tanto activa sería siempre una autoafirmación del sujeto frente a su objeto). Cierto es que Bruno habla a veces de «rapto platónico» y de la «muerte de beso» de los cabalistas, en que el alma puede llegar a dejar el cuerpo y quedar absorbida y como anonadada en Dios. Pero, en realidad, declara que el alma en lugar de aniquilarse en esta unión suya con el objeto infinito, la alcanza «avanzando hasta la profundidad de la mente..., a lo más íntimo de sí misma considerando que Dios está cerca, con ella misma y dentro de ella, aun más de lo que ella misma pueda estarlo».
En un objeto, pues, que es lo más esencialmente íntimo que existe en el sujeto, no puede este último encontrar su propia anulación, sino, al contrario, la más fuerte afirmación de sí mismo y de su propia actividad. Esto trae consigo una triple consecuencia: una exaltación del valor del sujeto, que era, en cambio, humillado y negado en el auto-aniquilamiento del éxtasis místico; una afirmación de su actividad opuesta a la pasividad del arrebatamiento estático de Filón o de Piotino, y una reivindicación de su carácter racional, en contraste directo con el carácter irracional del misticismo neoplatónico. 
En efecto, la suprema contemplación de que habla Bruno debe ser promovida «por un estímulo interno y fervor natural», en el cual (dice) los sentidos aguzados por el amor a la verdad, por el fuego del deseo y el soplo de la intención, juntos con la luz racional encendida por el fósforo de la facultad cogitativa,76 llegan a mostrar toda la sagrada «excelencia de su propia humanidad». Y esta afirmación de la actividad interior del sujeto se opone explícitamente a la pasiva recepción del espíritu divino descrita por Filón, en la cual (dice Bruno) el hombre que, sin saberlo, sirve de receptáculo de la divinidad, es «como el asno que lleva los sacramentos». Y en tercer lugar, la contemplación bruniana se diferencia del éxtasis místico además por ser «un ímpetu racional», que vive «del contacto intelectual» con Dios objeto, por el cual se vuelve divino el sujeto contemplante. 
Pero con estos caracteres se está fuera de la trascendencia y se entra de lleno en una teoría de inmanencia. Al Dios trascendente sobre la naturaleza se sustituye, como objeto del acto contemplativo, el Dios inmanente en la naturaleza misma y en el universo. El «Dios objeto» con el cual alcanzamos el contacto intelectual, no puede ser ya «la luz absoluta, que no solamente no puede comprenderse, sino tampoco pensarse como objeto; sino su sombra, su Diana, el mundo, el universo, la naturaleza que está en las cosas. Porque de la mónada que es la divinidad procede esa mónada que es la naturaleza comprensible, en la cual influye el sol y esplendor de la naturaleza superior».
Por esto, en lugar de la neoplatónica identidad absoluta del Uno, a la cual convienen sólo el silencio o la teología negativa, el pensamiento contemplante de Bruno refleja concretamente la coincidencia de los contrarios y la multitud de los medios con que aquella «naturaleza desciende a la producción de las cosas y el intelecto asciende al conocimiento de las mismas». La infinitud divina no puede ser abarcada y comprendida por un único acto mental; puesto que no puede «nuestra potencia intelectiva aprehender el infinito, sino en proceso discursivo» o tránsito infinito de una idea a otra, en lugar de la absoluta quietud del éxtasis místico neoplatónico, tenemos «el infinito perseguimiento, que tiene razón de cierto movimiento metafisico».
Movimiento y conato infinito, pues, por el cual la contemplación es infinita búsqueda del «infinito objeto de la mente», y no quietud beata de posesión, en que cesa toda actividad del espíritu, en el éxtasis místico que Bruno vuelve a llamar con los cabalistas «muerte de beso». Pero esta condición de movimiento y esfuerzo infinitos no es para Bruno una característica que diferencie la limitación mental humana de la infinitud espiritual divina, sino una participación del alma humana en la misma condición divina: «puesto que la felicidad de los dioses está descrita como producida por el beber y no por haber bebido el néctar... Tienen, la saciedad como un movimiento y aprehensión, y no como en quietud y comprensión; no están hartos sin apetito, ni tienen apetito sin estar, en cierto modo, hartos».
La realidad humana tal como la divina se muestran así en una continua actividad; la posesión es siempre conquista o creación incesante; la existencia se identifica con el movimiento laborioso, el conocimiento con la investigación y actividad del pensamiento, que pasa de uno a otro objeto sin descanso, para establecer relaciones y vínculos entre las infinitas ideas, en un proceso infinito.

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