Peter Burke, El Renacimiento italiano. Cultura y sociedad en Italia / El uso más evidente dado a pinturas y esculturas en la Italia renacentista fue el religioso. En una cultura laica como la nuestra, conviene recordar que lo que nosotros consideramos una «obra de arte» para la gente de la época era una imagen sagrada ...
El uso más evidente dado a pinturas y esculturas en la Italia renacentista fue el religioso. En una cultura laica como la nuestra, conviene recordar que lo que nosotros consideramos una «obra de arte» para la gente de la época era una imagen sagrada. La idea de un uso «religioso» no es muy precisa, por lo que probablemente sea útil distinguir entre funciones mágico-devotas y didácticas, aunque se solapen, pues nos permiten apreciar que «mágico» no significa lo mismo para nosotros que para un teólogo del siglo XVI. Es más preciso y útil que nos refiramos a los poderes taumatúrgicos y milagrosos atribuidos a imágenes concretas, como algunos famosos iconos bizantinos. Se decía que ciertos estandartes procesionales, por ejemplo los pintados por Benedetto Bonfigli en Perugia, constituían una defensa contra la peste. A la Virgen se la representa protegiendo a su pueblo de las flechas de la peste con su manto y en uno de los estandartes aparece el ruego: «Pide y ayuda a tu hijo para que aleje la furia» . La popularidad de las imágenes de san Sebastián, al que también se relacionó en la defensa contra la peste, durante los siglos XV y XVI, indica que la función taumatúrgica todavía era muy importante en esos siglos. El holandés Guillaume Dufay escribió dos motetes a san Sebastián como defensa contra la peste mientras trabajaba en Italia durante las décadas de 1420 y 1430. También se creía que la música tenía poder terapéutico, y se contaban muchas historias sobre curaciones logradas después de que el paciente escuchase diversas interpretaciones .
Un famoso ejemplo italiano de otra clase de poder milagroso es el de la imagen de la Virgen María de la iglesia de Impruneta, cerca de Florencia, a la que se sacaba en procesión para pedir lluvia en tiempo de sequía, menos lluvia en períodos demasiado pluviosos o la resolución de los problemas políticos florentinos. Por ejemplo, el boticario florentino Luca Landucci afirma en su diario, que en 1483 se llevó la imagen a Florencia «para lograr un tiempo benigno porque había estado lloviendo durante un mes. De inmediato el tiempo mejoró».
Algunas pinturas renacentistas hacen alusión a un sistema mágico ajeno al mundo cristiano. Como bien señalara Aby Warburg, los frescos de Francesco del Cossa en el palacio Schifanoia de Ferrara, remiten a temas astrológicos, y probablemente se pintaran para garantizar la buena fortuna del duque. También se ha argüido (siguiendo una sugerencia de Warburg) que la famosa Primavera de Botticelli pudo haber sido un talismán, es decir, una imagen destinada a atraer «influencias» favorables del planeta Venus. Sabemos que el filósofo Ficino hacía uso de tales imágenes, al tiempo que interpretaba música «marcial», una suerte de Suite de los Planetas renacentista, para atraer la influencia de Marte. Viendo el Argos de los mil ojos guardando el tesoro del duque de Milán pintado (como nos cuenta Vasari) por Leonardo, es difícil decir si lo que intentaba este era simplemente hacer una alusión clásica, o si trataba de crear una imagen protectora. Tampoco sabemos hasta qué punto actuaba con seriedad Vasari cuando insertó una variante de las leyendas de los iconos bizantinos en su vida de Rafael. Vasari nos cuenta que una de las pinturas de Rafael iba camino de Palermo cuando hubo una enorme tormenta y el barco naufragó. Sin embargo, la pintura «no resultó dañada... porque incluso la furia de los vientos y las olas del mar respetaron la belleza de esa obra». De forma similar, debemos considerar la posibilidad de que las imágenes de los traidores y rebeldes, pintadas en las paredes de los edificios públicos de Florencia y otros lugares, fueran una forma de destrucción mágica de los fugitivos a los que, tras haber huido, no podía alcanzar el castigo convencional; el equivalente a figuras de cera de los enemigos a las que se clavan alfileres.
Muchas imágenes fueron creadas y compradas con la intención de estimular la devoción. El término «cuadros devotos» (quadri di devotione) fue de uso corriente durante este período, cuando existía un nexo mucho más directo entre las imágenes y el fervor religioso. Igual da que fuesen crucifijos (recomendados por predicadores destacados como Bernardino de Siena y Savonarola), las nuevas tallas de madera, o los innovadores tipos de pinturas religiosas, pequeñas e íntimas, pensadas para las casas privadas, más narrativa que icono, y capaces de estimular la meditación sobre la Biblia o las vidas de santos.
Una ilustración muy gráfica de los usos devocionales de las imágenes procede de Roma, concretamente de la hermandad de San Juan Decapitado (San Giovanni Decollato), que consolaba a los criminales condenados en sus últimos momentos utilizando tavolette, pequeños cuadros que representaban el martirio de diversos santos, empleados, en palabras de un historiador actual, «como una especie de narcótico visual para adormecer el miedo y el dolor del criminal durante su terrible viaje al patíbulo». El deterioro y las roturas que apreciamos hoy en algunas de las estatuillas de la época son la prueba viviente de lo que un especialista denominara la «devoción táctil» de sus propietarios.
Podemos ligar la creciente importancia de las imágenes devotas a un incremento en el número de iniciativas laicas en materia religiosa, tan características de los siglos XIV y XV; desde la fundación de hermandades religiosas, al canto de himnos o la lectura de obras piadosas en las viviendas. Algunos inventarios de las casas de familias ricas que han llegado hasta nosotros revelan la existencia de imágenes de Nuestra Señora en casi todas las habitaciones, desde la salita de espera o portego a los dormitorios. En el castillo de la familia Uzzano, patricios florentinos, había dos pinturas del sudario de Cristo, y frente a una de ellas se encontraba un reclinatorio, como si los habitantes del castillo se arrodillasen regularmente ante la imagen sagrada.
Según el fraile Giovanni Dominici, en el siglo XV los padres debían tener imágenes sagradas en las casas por la influencia moral que ejercían sobre los hijos. Jesús niño con san Juan Bautista era muy apropiado para los niños, al igual que los cuadros sobre la matanza de los Inocentes, «para que teman a las armas y los hombres armados». Por otro lado, las niñas debían fijar su atención en las santas Inés, Cecilia, Isabel, Catalina y Úrsula (con las legendarias once mil vírgenes), para que les proporcionasen «amor por la virginidad, deseo de Cristo, odio hacia los pecados y desprecio por las vanidades». De igual forma, a las niñas florentinas, ya fuesen jóvenes monjas o prometidas, deberían dárseles cuadros, o más exactamente muñecos del Niño Jesús para que se identificaran con la Virgen María.
Lo que podríamos llamar vandalismo pío es un ejemplo interesante del uso devoto dado a ciertas imágenes y al tiempo un signo de la reacción del espectador. Pensemos, por ejemplo, en la mutilación de los demonios que aparecen en un cuadro de Uccello o en cómo rasparon los ojos del verdugo de san Jaime en un fresco de Mantegna. El equivalente, podríamos decir, a los abucheos de la audiencia contra el malvado de un melodrama. De hecho, los dramas religiosos de este período cumplían funciones similares. Las rappresentazioni sacre, como se las llamaba, que fueron escritas y representadas durante los siglos XIV, XV y XVI, se parecían mucho a los milagros y autos sacramentales de la Inglaterra de la Baja Edad Media (un recordatorio de la dificultad para distinguir entre «Renacimiento» y «Edad Media», especialmente en el caso de la cultura popular). Generalmente, estas obras finalizaban con ángeles que exhortaban al público a meditar sobre lo que habían visto. Al final de una obra sobre Abraham e Isaac, por ejemplo, el ángel insistía en la importancia de la «santa obediencia» (santa ubidienzia).
Los exvotos son un tipo de imagen devota que aparece en Italia durante el siglo XV, con los que se hace una promesa a un santo en tiempo de peligro, enfermedad o accidente. Los que han sobrevivido, en el santuario de la Madona de la Montaña en Cesena, por ejemplo, en el que se encuentran doscientos cuarenta y seis piezas anteriores a 1600, son probablemente una pequeña parte de todos los que hubo en realidad. Era en este tipo de ocasiones cuando el pueblo solía encargar cuadros. El nivel artístico de la mayoría de los exvotos no es muy alto, pero algunos constituyen ejemplos bien conocidos de pinturas renacentistas, especialmente la Madonna della Vittoria de Mantegna, encargada por Gianfrancesco II, marqués de Mantua, tras la batalla de Fornovo, en la que el duque consideraba que había vencido al ejército francés. Fueron los judíos de Mantua quienes pagaron el cuadro, aunque no voluntariamente. El Martirio de los 10.000 cristianos, de Carpaccio y el San Marcos entronizado, de Tiziano, se encargaron para cumplir promesas formuladas en tiempo de peste, mientras que la Madonna de Foligno, de Rafael, fue pintada para el historiador Sigismondo de Conti que, al parecer, quería expresar su gratitud por escapar ileso de la caída de un meteoro sobre su casa.
Otro uso dado a las pinturas religiosas fue el didáctico. Como ya había señalado el papa Gregorio Magno en el siglo VI, «las pinturas están en las iglesias para que los analfabetos puedan leer en las paredes lo que no pueden leer en los libros», una frase muy citada en el Renacimiento. Gran parte de la doctrina cristiana estaba ilustrada en los frescos pintados en las iglesias italianas durante el siglo XIV: la vida de Cristo, la relación entre el Viejo y el Nuevo Testamento, el Juicio Final y sus consecuencias, etcétera. El teatro religioso del período trata temas similares, por lo que cada una de estas formas de expresión reforzaba el mensaje de la otra haciéndola más inteligible. No parece muy útil debatir sobre qué fue primero, si el arte o el teatro.
La propaganda es un caso especial de uso didáctico, pues se presenta un tema controvertido desde un único punto de vista.
Como la retórica, la pintura era un medio para persuadir. Las pinturas encargadas por los papas del Renacimiento, por ejemplo, presentan argumentos a favor de la preeminencia del Papa sobre los concilios generales de la Iglesia, utilizando en ocasiones paralelismos históricos. Botticelli, por ejemplo, pintó para el papa Sixto IV El castigo de Korah, que ilustra una escena del Antiguo Testamento en la que la tierra se abrió para tragar a Korah y sus seguidores por haber amenazado a Moisés y Aarón. Un papa de comienzos del siglo XV, Eugenio IV, había mencionado a Korah al condenar el Concilio de Basilea. De forma similar, Rafael pintó para el papa Julio II (en esos momentos en conflicto con la familia Bentivoglio de Bolonia) la historia de Heliodoro, quien trató de saquear el Templo de Jerusalén pero fue expulsado por los ángeles. En otras ocasiones, especialmente tras la Reforma, las pinturas de las iglesias católicas de Italia y otros lugares tendieron a ilustrar puntos de la doctrina puestos en cuestión por los protestantes.
Al igual que los protestantes, la Iglesia católica comenzó a preocuparse en mayor medida por controlar la literatura y, aunque en un grado menor, también la pintura. Se publicó un Índice de Libros Prohibidos (convertido en oficial en el Concilio de Trento en la década de 1560), y El Decamerón de Boccaccio fue prohibido y posteriormente expurgado, como muchas otras obras de la literatura italiana. De El Juicio Final de Miguel Ángel se habló en el Concilio de Trento, que ordenó que las figuras desnudas se cubrieran con hojas de higuera. Llegó a considerarse la posibilidad de crear un Índice de Imágenes Prohibidas, y en una ocasión Veronese hubo de presentarse ante la Inquisición de Venecia para explicar por qué había incluido en La última cena lo que los inquisidores denominaban «bufones, borrachos, alemanes, enanos y otras vulgaridades semejantes.

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