Frances A. Yates, Giordano Bruno y la tradición hermética / La filosofía debía ser usada no como un ejercicio dialéctico, sino como un camino para conseguir de una forma intuitiva el conocimiento de lo divino y del significado del mundo; en pocas palabras, como una gnosis para la cual era necesario prepararse a través de una disciplina ascética y de un comportamiento religioso ...
Todos los grandes movimientos progresistas del Renacimiento obtienen su vigor y su impulso emocional de una mirada retrospectiva hacia el pasado. La concepción cíclica del tiempo entendido como un movimiento perpetuo que arranca de la primitiva edad de oro, en la que dominaban la pureza y la verdad, y avanza a través de sucesivas edades de bronce y hierro, era sin duda alguna la dominante en aquella época y, por esta razón, la búsqueda de la verdad era identificada con la búsqueda de aquel oro primitivo, antiguo y originario del cual eran degeneraciones corrompidas los viles metales de la edad presente y de las inmediatamente anteriores. La historia del hombre no era considerada como una evolución desde primitivos orígenes animales hacia formas cada vez más complejas y adelantadas. Por el contrario, el pasado siempre fue mejor que el presente y progreso significaba retorno, renacimiento de la antigüedad. El humanista, mientras iba recuperando la literatura y los monumentos de la antigüedad clásica, tenía la sensación de estar volviendo a una auténtica y áurea civilización, sin lugar a dudas infinitamente superior a la suya propia. El reformador religioso volvía a estudiar las Escrituras y los antiguos Padres con la sensación de estar recuperando el genuino tesoro del Evangelio que había sido paulatinamente sepultado bajo sucesivas degeneraciones.
Estos hechos son obvios, como asimismo lo es que todos estos grandes movimientos de retorno al pasado no se engañaban en absoluto respecto a la datación de los períodos mejores y más antiguos hacia los cuales pretendían volver de nuevo. El humanista sabía perfectamente entre qué años había vivido Cicerón y podía situar perfectamente el período de la edad de oro dentro de la cultura clásica. Por su parte, el reformador, a pesar de que no se hallaba en condiciones de establecer con precisión la cronología de los Evangelios, sabía perfectamente que sus objetivos iban encaminados a un retorno a los primeros siglos de la Cristiandad. Sin embargo, el movimiento de retorno renacentista del que se ocupa este libro, el que debía llevar de nuevo a la pura edad de oro de la magia, estaba basado en un radical error cronológico. Las obras en las que se inspiraba el mago del Renacimiento, y que él consideraba sumamente antiguas, en realidad habían sido escritas como máximo en los siglos II y III d. C. En modo alguno se estaba inspirando en fuentes de saber egipcias, muy poco posteriores a la obra de los patriarcas y profetas hebraicos, y notablemente anteriores con respecto a Platón y a los restantes filósofos de la antigua Grecia, que, por otra parte, según una firme convicción del mago renacentista, habrían constituido las fuentes de las cuales habían bebido todos sus sucesores cronológicos. En realidad, no hacía más volver al marco pagano del que Cristianismo primitivo, a aquella concepción religiosa del mundo, fuertemente impregnada de influencias mágicas y orientales, que había constituido la versión gnóstica de la filosofía griega y el refugio de los paganos hastiados que buscaban una respuesta al problema de la vida, distinta de la que les ofrecían sus contemporáneos, los primeros cristianos.
El dios egipcio Thoth, escriba de los dioses y depositario de la sabiduría, había sido identificado por los griegos con el dios Hermes y, en algunos casos, dotado del epíteto "tres veces grande". Los latinos hicieron suya también esta identificación de Hermes o Mercurio con Thoth, y Cicerón en su De natura deorum explica que de hecho existían cinco Mercurios, el último de los cuales, después de haber matado a Argos, se había visto obligado a exiliarse en Egipto, donde "dio leyes y letras a los egipcios" y tomó el nombre egipcio de Theuth o Thoth. Bajo el nombre de Hermes Trismegisto aparecieron gran cantidad de escritos en lengua griega en los que se abordaba la astrología y las ciencias ocultas, las virtudes secretas de plantas y piedras, así como la magia. basada en el conocimiento de tales virtudes, la fabricación de talismanes para alcanzar los poderes de las estrellas, etc. Además de estos tratados y manuales de fórmulas destinados a practicar la magia astral, también se desarrolló una amplísima literatura filosófica bajo los auspicios del venerado nombre de Hermes. Se desconoce la época exacta en la que por vez primera empezó a usarse con fines filosóficos el vasto complejo de motivos herméticos, pero el Asclepius y el Corpus Hermeticum, sin duda los más importantes Hermetica filosóficos que han llegado hasta nosotros, datan probablemente del período situado entre los años 100 y 300 d. C. A pesar de que estas obras presentan una estructura pseudoegipcia es muy numeroso el grupo de estudiosos que creen que en ellas se incluyen poquísimos elementos genuinamente egipcios. Por el contrario, otros se inclinan a admitir la existencia de una cierta influencia de creencias egipcias originales en tales textos. En todo caso, lo cierto es que tales escritos no fueron hechos en tiempos remotísimos por un sacerdote egipcio de gran sabiduría, como fue creencia generalizada durante todo el Renacimiento, sino por varios autores desconocidos, probablemente griegos todos ellos, y que contienen elementos de la filosofía popular griega, una mezcla de platonismo y estoicismo, combinada con algunas influencias hebraicas y, probablemente, pérsicas. Ambas obras son muy diferentes entre sí, pero en las dos se respira una atmósfera de intensa piedad. El Asclepius se propone describir la religión de los egipcios junto a sus ritos y fórmulas mágicas, mediante los cuales conseguían transmitir a las estatuas de sus dioses los poderes del cosmos. Este tratado ha llegado hasta nosotros a través de una traducción latina antiguamente atribuida a Apuleyo de Madaura. El Pimander (el primero de los tratados contenidos en el Corpus Hermeticum y que agrupa una colección de quince diálogos herméticos) describe la creación del mundo en términos parcialmente similares a los empleados en el Génesis. Los tratados restantes describen la ascensión del alma a través de las esferas de los planetas hasta llegar al reino divino, o bien proporcionan descripciones extáticas del proceso de regeneración por medio del cual el alma consigue librarse de las cadenas que la atan al mundo material y queda impregnada de las virtudes y poderes divinos.
En el primer volumen de su obra La Révélation d'Hermès Trismégiste, Festugière ha analizado la mentalidad de la época, aproxima- damente el siglo II d. C., en la que fue escrito el Asclepius y los demás tratados herméticos que reunidos bajo el nombre de Corpus Hermeticum han llegado hasta nosotros. Desde un punto de vista externo, aquel mundo se nos presenta como altamente organizado y pacífico. La pax romana había alcanzado por aquel entonces la cúspide en lo que se refiere a su grado de difusión y eficiencia, de tal forma que las hetero- géneas poblaciones del Imperio estaban, por lo general, gobernadas por una burocracia sumamente competente. Las comunicaciones a través de las grandes carreteras romanas eran excelentes. Las clases cultas se habían impregnado de una cultura grecorromana basada en las siete artes liberales. Las condiciones mentales y espirituales de este mundo eran singulares. El extraordinario esfuerzo intelectual de la filosofía griega se había agotado hasta llegar a un punto muerto, probablemente debido al hecho de que el pensamiento griego en ningún momento había dado el importante paso hacia adelante que representa la verificación experi. mental de las hipótesis. Por otra parte, este importante paso no sería dado hasta quince siglos más tarde con el nacimiento del pensamiento científico moderno durante el siglo XVII. El mundo del siglo II estaba abrumado por la dialéctica griega, que se mostraba incapaz de proporcionar resultados con algún grado de certeza. Platónicos, estoicos y epicúreos se limitaban tan sólo a repetir las teorías características de sus varias escuelas, sin estimular en modo alguno la iniciación de nuevas investigaciones, y tales doctrinas quedaron finalmente reducidas a términos manualísticos recogidos en tratados que constituyeron el fundamento de la sabiduría filosófica en todo el Imperio. En la medida en que tiene sus fundamentos en la filosofía griega, la filosofía característica de los escritos herméticos está recogida en una serie de tratados estandarizados impregnados superficialmente de platonismo, neoplatonismo, estoicismo y demás escuelas filosóficas de la Grecia clásica.
No obstante, el mundo del siglo II buscaba ansiosa e intensamente un conocimiento acerca de la realidad, una respuesta a sus propios problemas, que era incapaz de proporcionarle la educación normal al uso. Por este motivo volvía su mirada hacia otros caminos distintos, como la intuición, el misticismo y la magia, para intentar encontrar tal respuesta y, dado que la razón parecía haber agotado sus recursos para llegar a alcanzarla, se pasó a cultivar el Nous, es decir, las facultades intuitivas del hombre. La filosofía debía ser usada no como un ejercicio dialéctico, sino como un camino para conseguir de una forma intuitiva el conocimiento de lo divino y del significado del mundo; en pocas palabras, como una gnosis para la cual era necesario prepararse a través de una disciplina ascética y de un comportamiento religioso. Los tratados herméticos, que a menudo se hallan estructurados en forma de diálogos sostenidos entre maestro y discípulo, culminan frecuentemente en una especie de éxtasis en el curso del cual el adepto se convence de haber recibido una iluminación y prorrumpe en himnos de alabanza. Se tiene la impresión de que tal iluminación se obtiene a través de la contemplación del mundo o del cosmos, o mejor dicho, a través de la contemplación del cosmos tal como viene reflejado en el Nous o mens del adepto, de tal forma que se le evidencia el significado divino y adquiere la seguridad de un dominio espiritual sobre su entorno. Este proceso es evidente, por ejemplo, en la revelación o experiencia gnóstica de la ascensión del alma a través de las esferas de los planetas hasta llegar a sumergirse en el seno de la divinidad. Así pues, esta religión del mundo, que constituye una especie de corriente subterránea en la mayor parte del pensamiento griego, y en particular del platonismo y del estoicismo, pasa a ser en el hermetismo una religión de facto, un culto sin templos ni liturgia practicado en la soledad de la mente, una filosofía religiosa o una religión filosófica que envuelve una determinada gnosis.
Los hombres del siglo II tenían la firme convicción (que fue traspasada a sus herederos renacentistas) de que la antigüedad era sinónimo de santidad y pureza, y de que los primeros filósofos poseían un conocimiento de los dioses infinitamente superior al que gozaban sus sucesores racionalistas. Éste es el motivo del vigoroso renacimiento del pitagorismo a lo largo de este período. Asimismo, tenían la impresión de que todo aquello que fuese antiguo y remoto estaba impregnado de santidad en un grado sumamente elevado y de ahí proviene su culto por los "bárbaros", los gimnosofistas indios, los magos pérsicos y los astrólogos caldeos, cuyos conocimientos parecían estar a un nivel de religiosidad muy superior al alcanzado por los griegos. En el crisol del Imperio, donde eran toleradas todas las religiones, eran frecuentes las ocasiones de entablar conocimiento con los diferentes cultos orientales. Por encima de todos, en esta época prevalecían los cultos egipcios y sus templos eran muy frecuentados por los devotos del mundo grecorromano, anhelantes de alcanzar la verdad y la revelación, y capaces de llevar a cabo peregrinaciones a los más remotos templos egipcios y de dormir en sus alrededores con la esperanza de recibir durante el sueño alguna visión de los misterios divinos. La opinión de que Egipto fue la fuente originaria de todo conocimiento y de que los más grandes filósofos griegos habían visitado sus tierras y conversado con sus sacerdotes estaba sumamente difundida, y en la atmósfera espiritual de la segunda centuria la misteriosa y antigua religión egipcia, la supuesta profundidad de los conocimientos de sus sacerdotes, su ascética conducta vital y las prácticas de magia religiosa ejecutadas en las cámaras subterráneas de sus templos, eran factores determinantes de una atracción hacia la cultura del antiguo Egipto. Este estado de ánimo proegipcio existente en el mundo grecorromano se refleja en el Asclepius hermético a través de las singulares descripciones de una serie de prácticas mágicas, mediante las cuales los sacerdotes egipcios animaban las estatuas de sus dioses, y de la turbadora profecía según la cual la religión egipcia estaba condenada a extinguirse. "En este momento -así se supone que el sacerdote egipcio Hermes Trismegisto hablaba a su discípulo Asclepio-, en este momento, cansados de la vida, los hombres dejarán de considerar al mundo como un objeto digno de su admiración y respeto. Este Todo, la mejor entre todas las cosas que han existido en el pasado, el presente y el futuro, estará en trance de perecer; los hombres lo consideran como un fardo inútil y, en consecuencia, esta totalidad del universo, esta incomparable obra de Dios, esta gloriosa construcción, esta creación óptima constituida por una diversidad infinita de formas, instrumento de la voluntad de Dios, quien, sin envidia, derrama su gracia sobre toda la creación, en la que se halla reunido, formando un todo único dentro de una armoniosa diversidad, todo aquello que es digno de reverencia, alabanza y amor, dejará por siempre de ser venerada para convertirse en algo despreciado. Ésta es la forma en que Egipto y su magia religiosa vienen identificadas con la religión hermética del mundo.
Así pues, estamos en situación de comprender cómo el contenido de los escritos herméticos podía estimular la ilusión del mago renacentista, convencido de disponer, gracias a éstos, de un misterioso y precioso documento que contenía a un mismo tiempo un compendio de la sabiduría, la filosofía y la magia del remotísimo Egipto. Hermes Trismegisto, nombre mítico asociado a cierta categoría de revelaciones filosóficas gnósticas o a tratados y fórmulas mágicos, era, para los hombres del Renacimiento, una persona real, un sacerdote egipcio cuya vida había transcurrido en épocas remotas y de cuya propia mano habían nacido todos estos escritos. Los fragmentos de filosofía griega mezclados en la obra, procedentes de la por entonces adulterada enseñanza de la filosofía característica de los primeros siglos de nuestra era, acababan por confirmar al lector renacentista en la creencia de que estos textos eran la fuente de antigua sabiduría en que Platón y los demás filósofos griegos habían bebido la mejor parte de sus conocimientos.
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