Anne Baring Jules Cashford, El mito de la diosa / El sentimiento de que las aguas eran el origen de la vida, reflejado en el flujo continuo del Nilo, fue común a todas las historias de la creación en Egipto. A partir de ahí comenzaron las divergencias en distintos lugares: Menfis, Heliópolis, Hermópolis, Tebas, Edfú y Dendera, todas ellas imaginaron la ordenación del universo de un modo ligeramente distinto, dando a los dioses y diosas una variedad de nombres, superponiéndolos, mezclándolos y separándolos, sin que ello generase conflictos ...


Isis fue la mayor de las diosas de Egipto y fue adorada durante más de 3.000 años, desde épocas predinásticas –antes del 3000 a. C— hasta el siglo II d. C, cuando su culto y muchas de sus imágenes se transfirieron directamente a la figura de María. Su ámbito no estaba confinado a Egipto, puesto que durante la época mencionada cruzó fronteras de cultura, raza y nación, llegando hasta Grecia en el siglo III a. C. y extendiéndose a lo largo y ancho del imperio Romano, incluso hasta las fronteras del Rin y del Danubio. Tanto duró que puede apreciarse el reflejo de la evolución del pensamiento en los diferentes modos en los que se la concibió y en que se le rindieron honores. 
El inmenso abanico de pensamientos y sentimientos canalizados a través de la figura de Isis aparece en la diversidad de sus imágenes o epifanías. De acuerdo con esta variedad era la diosa vaca que da la leche; la diosa de las serpientes de las aguas primigenias; la diosa estrella Sirio, que ocasionaba la inundación del Nilo; la fértil diosa cerdo; la diosa pájaro; la diosa del inframundo, cuyo hálito daba vida a los muertos; la diosa del árbol de la vida, que ofrecía el alimento y el agua de la inmortalidad; la diosa de las palabras de poder; la tierna y atenta madre de Horus, su hijo; y constituía la imagen de toda la humanidad como diosa del trono, sobre cuyo regazo soberano se sentaba el rey, su hijo recién nacido. Según la lógica imprevisible de la mentalidad mítica, que Isis fuera la gran diosa madre del universo, de quien nacieron todos los dioses, diosas, mundos y humanidad no era incompatible con que fuese también una hija de la diosa del cielo, Nut, que tuvo cuatro hijos con Geb, el dios de la tierra. Isis formaba parte, por lo tanto, de la cuarta generación de dioses y diosas que en el principio surgieron de las informes aguas. 
Al principio todo era agua y el agua lo era todo, y el nombre de las aguas era Nun. Y de las aguas primordiales del gran abismo comenzó a alzarse una colina; era el «montículo del primer momento» y fue el primer momento de luz. Y el nombre de la alta colina era Atum, el «completo». Esto sucedió en el principio, y sucedió cada día al nacer el sol del abismo primordial de la noche, y cada año al resurgir la tierra de entre las aguas de la inundación del Nilo. Cuando la gran inundación se retiraba, pequeñas colinas de lodo se alzaban del agua oscura, haciéndose más y más altas. De ellas comenzaban a brotar plantas, los insectos se arrastraban y volaban sobre su superficie, aves y animales se posaban y andaban sobre ellas y los humanos podían encontrar un lugar «donde estar de pie o sentarse». Así, toda la vida provenía de las ricas y vivas aguas pardas del Nilo, como había sucedido en el principio. 
Cada año el Nilo muere y renace, y todo Egipto con él. A mediados de junio, en torno al solsticio de verano, el Nilo parece irse para siempre, evaporado en la tierra y el aire, reducido a la mitad de su tamaño. Pero justo cuando parece que la vida no puede menguar más, cuando los campos están secos y polvorientos, el ganado sediento y delgado y el pueblo consumido por el hambre, el Nilo comienza a estremecerse y a medrar, lentamente al principio, pero tomando fuerzas hasta que se lanzan a la carrera sus aguas tumultuosas y súbitamente desbordan sus riberas, y el agua se derrama sobre los kilómetros de tierra llana y reseca que rodean ambos lados del río. Entre julio y octubre el mundo vuelve a su estado originario, al estado desde el que se originó y se originará de nuevo toda la vida. En otoño el nivel de las aguas baja, la inundación retrocede y los campos fertilizados están preñados de vida, listos para la siembra de noviembre. 
El antiguo Egipto se orientaba con relación al Nilo, que fluía hacia el norte en dirección al mar, trayendo agua para que todo el mundo bebiera; allí donde no llegaba había muerte, porque a ambos lados de la negra y fértil tierra se extendía el árido desierto: páramos rocosos de arena seca, devastados por el sol, donde nada crecía. Pero las arenas estaban siempre en movimiento, moviéndose hacia la tierra húmeda, siempre dispuestas a invadir los campos cultivados. El contraste entre la vida y la muerte era omnipresente. Era un acontecer dinámico de fuerzas en conflicto; la vida mantenía un artístico equilibrio entre contrarios: demasiada agua, y los canales y presas se colapsaban; poca agua, y el pueblo sufría hambre. 
El sentimiento de que las aguas eran el origen de la vida, reflejado en el flujo continuo del Nilo, fue común a todas las historias de la creación en Egipto. A partir de ahí comenzaron las divergencias en distintos lugares: Menfis, Heliópolis, Hermópolis, Tebas, Edfú y Dendera, todas ellas imaginaron la ordenación del universo de un modo ligeramente distinto, dando a los dioses y diosas una variedad de nombres, superponiéndolos, mezclándolos y separándolos, sin que ello generase conflictos. Había dos centros principales de doctrina religiosa, uno en Menfis, con el dios Ptah que creó el mundo mediante la palabra, y otro en Heliópolis, la ciudad del sol. Isis pertenecía en un principio a la cosmología de Heliópolis, generalmente aceptada como la ortodoxa e inscrita en los textos de las pirámides, pero que no se consideraba la única correcta excepto en la propia Heliópolis.
Atum, que viene al mundo como tierra emergida y como luz, engendra a Shu, de sexo masculino (aire, vida, espacio, luz), y a Tefnut, de sexo femenino (humedad, orden), que da a luz a Nut (cielo) y Geb (tierra). Shu entonces eleva a su hija Nut (la diosa del cielo) alejándola de su hermano Geb (el dios de la tierra) y sujetándola a fin de que pueda dar a luz a las estrellas; «alzándolas de nuevo hacia ella», Shu las deja navegar a lo largo del cuerpo acuático de su hija, el cielo. (Como alternativa, otros escritos relatan que el dios del sol, Ra, dio a luz a Shu y a Tefnut. Con ello no se alude a un ser separado de Ra, sino a la manifestación visible de Atum como Ra.)

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