Platón, La República / De este modo, Glaucón, se salvó el relato y no se perdió, y también podrá salvarnos a nosotros, si le hacemos caso, de modo de atravesar el río del Olvido manteniendo inmaculada nuestra alma ...


—Grande, en efecto, es la contienda, mi querido Glaucón, mucho más grande de lo que parece, entre llegar a ser bueno o malo; de modo que ni atraídos por el honor o por las riquezas o por ningún cargo, ni siquiera por la poesía, vale la pena descuidar la justicia o el resto de la excelencia. 
—Convengo contigo en vista de lo expuesto, y pienso que cualquiera también convendrá. 
—Con todo, no hemos expuesto las mayores retribuciones de la excelencia y los premios propuestos. 
—Hablas de algo extraordinariamente grande, si es que existe otra cosa más grande que las ya mencionadas. 
—Pero ¿qué podría llegar a ser grande en un tiempo tan pequeño? Pues todo el tiempo que transcurre desde la niñez hasta la vejez es poco en comparación con la totalidad del tiempo. 
—Desde luego no es nada. 
—Ahora bien, ¿piensas que una cosa inmortal ha de esforzarse en lo tocante a este breve tiempo, pero no en lo tocante a la totalidad? 
—No lo pienso, pero ¿qué quieres decir con eso? 
—¿No te percatas de que nuestra alma es inmortal y jamás perece? Y Glaucón, mirándome sorprendido, exclamó:
—No, ¡por Zeus! Pero ¿puedes decir eso? 
—Debo estarlo, y pienso que tú también, pues no es nada difícil. 
—Para mí sí, pero con gusto oiría de ti eso que no es difícil. 
—Escucha. 
—Habla. 
—¿Llamas a algo ‘bueno’ y a algo ‘malo’? 
—Sí. 
—¿Y lo piensas como yo?
—¿De qué modo? 
—Todo lo que corrompe y destruye es lo malo, lo que preserva y beneficia es lo bueno. 
—De acuerdo. 
—¿Y dices que para cada cosa hay algo malo y algo bueno? Por ejemplo, la oftalmía para los ojos, la enfermedad para el cuerpo entero, el nublo para el trigo, la putrefacción para la madera, el orín para el bronce y el hierro, y, como digo, prácticamente para todas y cada una de las cosas, un mal y una enfermedad que le corresponden por naturaleza. 
—Así es. 
—Y cuando alguno de estos males sobreviene a una cosa, ¿no hace acaso perversa a la cosa a la que sobreviene, terminando por disolverla y destruirla? 
—Claro que sí. 
—Por consiguiente, el mal que por naturaleza corresponde a cada cosa y la perversión la destruyen; y, si no la destruye el mal, ninguna otra cosa podrá ya corromperla. En efecto, el bien jamás la destruirá, ni tampoco lo que no es ni malo ni bueno. 
—Sin lugar a dudas. 
—Por lo tanto, si descubrimos algún ser en el cual haya un mal que lo envilece pero que no puede disolverlo ni destruirlo, ¿no sabremos con eso que un ser de tal naturaleza no puede perecer? 
—Probablemente. 
—Pues bien, ¿no hay para el alma algo que la hace mala? 
—Por cierto que sí, todas las cosas que hemos enumerado, como la injusticia, la inmoderación, la cobardía y la ignorancia. 
—¿Y acaso alguno de estos males la disuelve o destruye? Mira que no nos engañemos creyendo que el hombre injusto e insensato que es sorprendido delinquiendo perece entonces a causa de la injusticia, que es el mal de esa alma. Más bien piénsalo así: del mismo modo que la enfermedad, que es la perversión del cuerpo, corrompe y destruye a éste y lo conduce a no ser siquiera cuerpo, también todas las cosas que acabamos de mencionar, por causa de la maldad propia de ellas, que se les adhiere y reside en ellas, se corrompen hasta desembocar en el no ser. ¿No es cierto? 
—Sí. 
—Ven, pues, y examina el alma de la misma manera: la injusticia ínsita en ella, así como los demás males que se adhieren y residen en ella, ¿la corrompen y exterminan hasta llevarla a la muerte, separada del cuerpo? 
—Eso de ningún modo. 
—Por otra parte, sería irracional pensar que la perversión de una cosa destruye a otra, mientras que no lo logra la perversión propia de ésta. 
—Completamente irracional.
—Mira, Glaucón, que no es por causa de la perversión que se halla en los alimentos que pensamos que el cuerpo debe perecer, sea porque estén rancios o podridos o lo que fuere; más bien es cuando la perversión de los alimentos engendra en el cuerpo la maldad propia de éste, que decimos que el cuerpo ha sucumbido debido a estos alimentos, pero por causa de su propio mal, que es la enfermedad. Dado que los alimentos son una cosa y el cuerpo otra, jamás debemos estimar que el cuerpo perezca por la perversión de los alimentos, o sea, por un mal ajeno, hasta tanto éste no introduzca en el cuerpo el mal que es propio de éste. 
—Hablas muy correctamente. 
—De acuerdo con el mismo razonamiento, mientras la perversión del cuerpo no introduzca en el alma la perversión de ésta, nunca estimaremos que el alma perece por causa de un mal ajeno sin la perversión peculiar del alma, y que así una cosa perezca por el mal de otra. 
—Tienes razón. 
—Demostremos, entonces, que esto que decimos es erróneo, o bien, mientras no sea refutado, no digamos nunca que el alma perece por causa de la fiebre o de cualquier otra enfermedad o por causa de un asesinato, ni aunque se cortara todo el cuerpo en pedacitos. Antes de eso tendría que demostrarse que, por causa de los padecimientos del cuerpo, el alma se torna más injusta y sacrílega. No permitiremos que se diga que, por obra del surgimiento de un mal ajeno a una cosa, si no se le añade el mal peculiar de ella, el alma o cualquier otra cosa vaya a perecer. 
—Sin duda alguna, nadie demostrará que las almas de los moribundos se vuelven más injustas por efecto de la muerte. 
—Pero si alguien se atreve a atacar nuestros razonamientos, si para no verse forzado a convenir que las almas son inmortales, dice que el moribundo se vuelve más malvado e injusto, consideraremos que, si dice verdad quien afirma tal cosa, la injusticia es mortal, no menos que la enfermedad, para quien la posee, y también que por obra de este mal, asesino por su propia naturaleza, mueren quienes lo reciben, más rápidamente quienes lo reciben en mayor cantidad, más lentamente los otros; y no como ahora, que los injustos mueren a causa de la pena que les infligen otros. 
—Por Zeus, que no parecería entonces la injusticia algo demasiado terrible, si es mortal para quien la asume, pues así se desembarazaría de sus males. Más bien pienso que se revela como todo lo contrario, que mata a los demás cuando puede, y en cambio al que la asume lo torna bien vivo, y además de vivo, despierto; tan lejos de la muerte, parece, vive la injusticia. 
—Hablas bien —respondí—. Porque cuando la perversión propia del alma y su mal propio no son capaces de matarla y destruirla, difícilmente el mal asignado para la destrucción de otro objeto hará sucumbir al alma o a cualquier otra cosa, excepto aquella a la cual está asignado. 
—Difícilmente, en verdad. 
—En cambio, cuando algo no perece a causa de un mal ni propio ni ajeno, es evidente que forzosamente ha de existir siempre, y, si existe siempre, que es inmortal. 
—Es forzoso. 
—Tengamos esto como siendo así; y si es así, advierte que existen siempre las mismas almas, puesto que, al no perecer ninguna, no pueden llegar a ser menos ni tampoco más. En efecto, si se acrecentara el número de los seres inmortales, este acrecentamiento provendría, como te das cuenta, de lo mortal, y todas las cosas concluirían por ser inmortales. 
—Dices la verdad. 
—Pero eso no lo hemos de pensar, pues la razón no lo consiente, así como tampoco que el alma, en su naturaleza más verdadera, sea de tal índole que esté plena de variedad, desemejanza y diferencia con respecto a sí misma. 
—¿Qué quieres decir? 
—No es fácil que sea eterno algo compuesto de muchas partes y necesitado de una composición que no es la más bella, tal como se nos ha mostrado el alma. 
—No es probable, en efecto. 
—Que el alma es inmortal, el argumento que acabamos de dar, con los demás argumentos, nos fuerzan a admitirlo. Pero para saber cómo es en verdad, debemos contemplarla no como la vemos ahora, estropeada por la asociación con el cuerpo y por otros males, sino que hay que contemplarla suficientemente con el razonamiento, tal cual es cuando llega a ser pura. Entonces se la hallará mucho más bella y se percibirá más claramente la justicia y la injusticia y todo lo que acabamos de describir. Lo que decimos ahora respecto de ella es cierto en lo que toca a su apariencia presente; y la hemos contemplado en una condición tal como la del dios del mar Glauco, cuya naturaleza primitiva, al verlo, no es fácil distinguir ya que, de las partes antiguas de su cuerpo, unas han sido desgarradas, otras estrujadas y estropeadas completamente por las olas, en tanto se han añadido a su naturaleza otras por aglomeración de conchas, algas y piedras, de modo que se asemeja más a una bestia que a lo que es por naturaleza. Y es así como contemplamos el alma, afectada en su condición natural por miles de males. Pero ahora debemos mirar hacia allí, Glaucón. 
—¿Hacia dónde? 
—Hacia su amor por la sabiduría; y debemos advertir a qué objetos alcanza y a qué compañía apunta, dada su afinidad con lo divino, inmortal y siempre existente, así como qué llegaría a ser si siguiese a algo de tal índole y fuera llevada por este impulso fuera del mar en el que ahora está, desnudándose de las piedras y conchas que actualmente la cubren, porque hace sus festines en la tierra, y que crecen a su alrededor, como abundancia terrosa y pétrea, a causa de estos festines que son llamados ‘bienaventurados’. Entonces se verá su verdadera naturaleza, y si es compuesta o simple en su forma, qué es ella y cómo es. Pienso que por el momento hemos descrito razonablemente sus afecciones y formas durante la vida humana. 
—Completamente de acuerdo. 
—Pues bien; hemos alejado las dificultades que se habían suscitado en la argumentación, sin poner en juego las recompensas de la justicia ni su reputación, tal como vosotros decís que lo hacen Homero y Hesíodo, y hemos descubierto que la justicia es en sí misma lo mejor para el alma en sí misma, y que ésta debe hacer lo justo cuente o no con el anillo de Giges y, además de semejante anillo, el yelmo de Hades.
—Dices una gran verdad. 
—Pues entonces, Glaucón, ¿qué reproche cabe ahora si asignamos a la justicia y el resto de la excelencia cuantas recompensas aportan al alma de manos de los hombres y de los dioses, tanto mientras el hombre vive como después de muerto? 
—Absolutamente ninguno. 
—¿Me podéis devolver ahora lo que os presté en el argumento? 
—¿A qué te refieres? 
—Yo os he concedido que el justo podía parecer injusto y el injusto justo, pues vosotros estimabais que, si bien no era posible que esto pasara inadvertido a los dioses ni a los hombres, no obstante debía ser concedido en favor del argumento, para que hubiera una decisión entre la justicia en sí misma y la injusticia en sí misma. ¿O no recuerdas? 
—Sería injusto que no lo recordara. 
—Ahora, pues, que la cosa está decidida, os reclamo nuevamente en nombre de la justicia, que convengáis conmigo respecto de la reputación que tiene entre los dioses y los hombres, a fin de hacer suyos los premios que gana por su apariencia y que confiere a quienes la poseen, ya que ha sido puesto de manifiesto que concede las bondades procedentes de la realidad, y que no engaña a quienes la obtienen verdaderamente. 
—Tu reclamo es justo. 
—Concededme, ante todo, que a los dioses no se les escapa cómo son el hombre justo y el injusto. 
—Lo concedemos. 
—Y si no les escapa, uno será amado de los dioses y otro odiado por los dioses, tal como hemos convenido en un comienzo. 
—Así es. 
—¿Y no convendremos en que para el amado de los dioses todo cuanto procede de éstos resulta del mejor modo, salvo que le corresponda un mal necesario procedente de una falta anterior?
—De acuerdo. 
—Cabe suponer, por consiguiente, respecto del varón justo, que, aunque viva en la pobreza o con enfermedades o con algún otro de los que son tenidos por males, esto terminará para él en bien, durante la vida o después de haber muerto. Pues no es descuidado por los dioses el que pone su celo en ser justo y practica la virtud, asemejándose a Dios en la medida que es posible para un hombre. 
—Es natural que un hombre de tal índole no sea descuidado por lo que le es semejante. 
—Y respecto del hombre injusto, ¿no es necesario pensar lo contrario? 
—Sin la menor duda. 
—Por consiguiente, tales son los premios que tocan al justo de parte de los dioses. 
—También en mi opinión. 
—Y de parte de los hombres, ¿no será de este modo, si planteamos las cosas como son? ¿No son los hombres astutos e injustos como aquellos corredores que corren bien al partir pero no cuando se acercan a la meta? Saltan rápidamente al comienzo, pero terminan por hacer el ridículo, escapándose sin corona alguna y con las orejas caídas sobre los hombros; los verdaderos corredores, en cambio, llegan a la meta, obtienen los premios y son coronados. ¿No sucede así a menudo con los justos? Hacia el final de cada acción, de la relación con los demás y de la vida gozan de buena reputación y se llevan los premios que les otorgan los hombres. 
—Así es. 
—¿Tolerarás entonces que yo afirme acerca de los justos lo que tú decías acerca de los injustos? Pues afirmaré que los justos, una vez avanzados en edad, detentan el mando en sus Estados, si quieren, se casan con hijas de las familias que prefieren y dan a sus hijos en matrimonio con quienes les place; y cuantas cosas afirmabas tú de los injustos las digo yo de los justos. Y respecto de los injustos diré que la mayoría de ellos, aunque se oculten mientras son jóvenes, hacia el final de la carrera son aprehendidos y quedan en ridículo, y al envejecer se convierten en miserables ultrajados tanto por extranjeros como por sus conciudadanos, recibiendo azotes y cuantas cosas tenías por rudas, en lo cual decías verdad. Imagínate que me oyes enumerar todo lo que sufren. Mira si has de tolerar lo que digo. 
—Claro que sí, pues lo que dices es justo. 
—Tales son los premios, recompensas y presentes que llegan al justo, durante su vida, de parte de los dioses y hombres, además de aquellos bienes que le procuraba la justicia en sí misma. 
—Son premios bellos y sólidos. 
—Pero no son nada, ni en cantidad ni en magnitud, en comparación con aquellos que aguardan a cada uno tras haber muerto. Es necesario escuchar cómo son éstos, a fin de que cada cual tome del discurso lo que debe escuchar. 
—Habla, entonces, porque no son muchas las cosas que escucharía con mayor agrado. 
—No es precisamente un relato de Alcínoo lo que te voy a contar, sino el relato de un bravo varón, Er el armenio, de la tribu panfilia. Habiendo muerto en la guerra, cuando al décimo día fueron recogidos los cadáveres putrefactos, él fue hallado en buen estado; introducido en su casa para enterrarlo, yacía sobre la pira cuando volvió a la vida y, resucitado, contó lo que había visto allá. Dijo que, cuando su alma había dejado el cuerpo, se puso en camino junto con muchas otras almas, y llegaron a un lugar maravilloso, donde había en la tierra dos aberturas, una frente a la otra, y arriba, en el cielo, otras dos opuestas a las primeras. Entre ellas había jueces sentados que, una vez pronunciada su sentencia, ordenaban a los justos que caminaran a la derecha y hacia arriba, colgándoles por delante letreros indicativos de cómo habían sido juzgados, y a los injustos los hacían marchar a la izquierda y hacia abajo, portando por atrás letreros indicativos de lo que habían hecho. Al aproximarse Er, le dijeron que debía convertirse en mensajero de las cosas de allá para los hombres, y le recomendaron que escuchara y contemplara cuanto sucedía en ese lugar. Miró entonces cómo las almas, una vez juzgadas, pasaban por una de las aberturas del cielo y de la tierra, mientras por una de las otras dos subían desde abajo de la tierra almas llenas de suciedad y de polvo, en tanto por la restante descendían desde el cielo otras, limpias. Y las que llegaban parecían volver de un largo viaje; marchaban gozosas a acampar en el prado, como en un festival, y se saludaban entre sí cuantas se conocían, y las que venían de la tierra inquirían a las otras sobre lo que pasaba en el cielo, y las que procedían del cielo sobre lo que sucedía en la tierra; y hacían sus relatos unas a otras, unas con lamentos y quejidos, recordando cuantas cosas habían padecido y visto en su marcha bajo tierra, que duraba mil años, mientras las procedentes del cielo narraban sus goces y espectáculos de inconmensurable belleza. Tomaría mucho tiempo, Glaucón, referir sus múltiples relatos, pero lo principal era lo siguiente: cuantas injusticias había cometido cada una, contra alguien, todas eran expiadas por turno, diez veces por cada una, a razón de cien años en cada caso, por ser ésta la duración de la vida humana, a fin de que se pagara diez veces cada injusticia. Por ejemplo, si algunas eran responsables de muchas muertes, fuera por traicionar a Estados o a ejércitos, reduciéndolos a la esclavitud, o por haber sido partícipes de alguna otra maldad, recibían por cada delito un castigo diez veces mayor; por su parte, las que habían realizado actos buenos y habían sido justas y piadosas, recibían en la misma proporción su recompensa. En cuanto a los niños que habían muerto en seguida de nacer o que habían vivido poco tiempo, Er contó otras cosas que no vale la pena recordar. Y narraba que eran mayores aún las retribuciones por la piedad e impiedad respecto de los dioses y de los padres, así como por haber cometido asesinatos con su propia mano. 
»Contó que había estado junto a alguien que preguntaba a otro dónde estaba Ardieo el Grande. Ahora bien, este Ardieo había llegado a ser tirano en algún Estado de Panfilia mil años antes de ese momento, y había matado a su padre anciano y a su hermano mayor y, según se decía, había cometido muchos otros sacrilegios. Dijo Er que el hombre interrogado respondió: “No ha venido ni es probable que venga. En efecto, entre otros espectáculos terribles hemos contemplado éste: cuando estábamos cerca de la abertura e íbamos a ascender, tras padecer todas estas cosas, de pronto divisamos a Ardieo y con él a otros que en su mayor parte habían sido tiranos; también había algunos que habían sido simples particulares que habían cometido grandes crímenes. Cuando pensaban que subirían, la abertura no se lo permitía, sino que mugía cuando intentaba ascender alguno de estos sujetos incurablemente adheridos al mal o que no habían pagado debidamente su falta. Allí había unos hombres salvajes y de aspecto ígneo, contó, que estaban alerta, y que, al oír el mugido, se apoderaron de unos y los llevaron; en cuanto a Ardieo y a los demás, les encadenaron los pies, las manos y la cabeza, los derribaron y, apaleándolos violentamente, los arrastraron al costado del camino y los desgarraron sobre espinas, explicando a los que pasaban la causa por la que les hacían eso, y que los llevaban para arrojarlos al Tártaro”. Allí, dijo Er, de los muchos y variados temores que habían experimentado, éste excedía a los demás: el de que cada uno oiría el mugido cuando ascendiera, y si éste callaba subían regocijados. De tal índole eran las penas y los castigos, y las recompensas eran correlativas; y después de que pasaban siete días en el prado, al octavo se les requería que se levantaran y se pusieran en marcha. Cuatro días después llegaron a un lugar desde donde podía divisarse, extendida desde lo alto a través del cielo íntegro y de la tierra, una luz recta como una columna, muy similar al arco iris pero más brillante y más pura, hasta la cual arribaron después de hacer un día de caminata; y en el centro de la luz vieron los extremos de las cadenas, extendidos desde el cielo; pues la luz era el cinturón del cielo, algo así como las sogas de los trirremes, y de este modo sujetaba la bóveda en rotación. Desde los extremos se extendía el huso de la Necesidad, a través del cual giraban las esferas; su vara y su gancho eran de adamanto, en tanto que su tortera era de una aleación de adamanto y otras clases de metales. La naturaleza de la tortera era de la siguiente manera. Su estructura era como la de las torteras de aquí, pero Er dijo que había que concebirla como si en una gran tortera, hueca y vacía por completo, se hubiera insertado con justeza otra más pequeña, como vasijas que encajan unas en otras, luego una tercera, una cuarta y cuatro más. Eran, en efecto, en total ocho las torteras, insertadas unas en otras, mostrando en lo alto bordes circulares y conformando la superficie continua de una tortera única alrededor de la vara que pasaba a través del centro de la octava. La primera tortera, que era la más exterior, tenía el borde circular más ancho; en segundo lugar la sexta, en tercer lugar la cuarta, en cuarto lugar la octava, en quinto lugar la séptima, en sexto lugar la quinta, en séptimo lugar la tercera y en octavo lugar la segunda. El círculo de la tortera más grande era estrellado, el de la séptima el más brillante, el de la octava tenía su color del resplandor de la séptima, el de la segunda y el de la quinta eran semejantes entre sí y más amarillos que los otros, el tercero tenía el color más blanco, el cuarto era rojizo, el sexto era segundo en blancura. El huso entero giraba circularmente con el mismo movimiento, pero, dentro del conjunto que rotaba, los siete círculos interiores daban vuelta lentamente en sentido contrario al del conjunto. El que de éstos marchaba más rápido era el octavo; en segundo lugar, y simultáneamente entre sí, el séptimo, el sexto y el quinto; en tercer lugar, les parecía, estaba el cuarto, que marchaba circularmente en sentido inverso; en cuarto lugar el tercero y en quinto lugar el segundo. En cuanto al huso mismo, giraba sobre las rodillas de la Necesidad; en lo alto de cada uno de los círculos estaba una sirena que giraba junto con el círculo y emitía un solo sonido de un solo tono, de manera que todas las voces, que eran ocho, concordaban en una armonía única. Y había tres mujeres sentadas en círculo a intervalos iguales, cada una en su trono; eran las Parcas, hijas de la Necesidad, vestidas de blanco y con guirnaldas en la cabeza, a saber, Láquesis, Cloto y Átropo, y cantaban en armonía con las sirenas: Láquesis las cosas pasadas, Cloto las presentes y Átropo las futuras. Tocando el huso con la mano derecha, en forma intermitente, Cloto ayudaba a que girara la circunferencia exterior; del mismo modo Átropo, con la mano izquierda, la interior; en cuanto a Láquesis, tocaba alternadamente con una u otra mano y ayudaba a girar alternadamente el círculo exterior y los interiores. Una vez que los hombres llegaban, debían marchar inmediatamente hasta Láquesis. Un profeta primeramente los colocaba en fila, después tomaba lotes y modelos de vida que había sobre las rodillas de Láquesis, y tras subir a una alta tribuna, dijo: “Palabra de la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: almas efímeras, éste es el comienzo, para vuestro género mortal, de otro ciclo anudado a la muerte. No os escogerá un demonio, sino que vosotros escogeréis un demonio. Que el que resulte por sorteo el primero elija un modo de vida, al cual quedará necesariamente asociado. En cuanto a la excelencia, no tiene dueño, sino que cada uno tendrá mayor o menor parte de ella según la honre o la desprecie; la responsabilidad es del que elige, Dios está exento de culpa”. Tras decir esto, arrojó los lotes entre todos, y cada uno escogió el que le había caído al lado, con excepción de Er, a quien no le fue permitido. A cada uno se le hizo entonces claro el orden en que debía escoger. Después de esto, el profeta colocó en tierra, delante de ellos, los modelos de vida, en número mayor que el de los presentes, y de gran variedad. Había toda clase de vidas animales y humanas: tiranías de por vida, o bien interrumpidas por la mitad, y que terminaban en pobreza, exilio o mendicidad; había vidas de hombres célebres por la hermosura de su cuerpo o por su fuerza en la lucha, o bien por su cuna y por las virtudes de sus antepasados; también las había de hombres oscuros y, análogamente, de mujeres. Pero no había en estas vidas ningún rasgo del alma, porque ésta se volvía inexorablemente distinta según el modo de vida que elegía; mas todo lo demás estaba mezclado entre sí y con la riqueza o con la pobreza, con la enfermedad o con la salud, o con estados intermedios entre éstas. Según parece, allí estaba todo el riesgo para el hombre, querido Glaucón. Por este motivo se deben desatender los otros estudios y preocuparse al máximo sólo de éste, para investigar y conocer si se puede descubrir y aprender quién lo hará capaz y entendido para distinguir el modo de vida valioso del perverso, y elegir siempre y en todas partes lo mejor en tanto sea posible, teniendo en cuenta las cosas que hemos dicho, en relación con la excelencia de su vida, sea que se las tome en conjunto o separadamente. Ha de saber cómo la hermosura, mezclada con la pobreza o la riqueza o con algún estado del alma, produce el mal o el bien, y qué efectos tendrá el nacimiento noble y plebeyo, la permanencia en lo privado o el ejercicio de cargos públicos, la fuerza y la debilidad, la facilidad y la dificultad de aprender y todas las demás cosas que, combinándose entre sí, existen por naturaleza en el alma o que ésta adquiere; de modo que, a partir de todas ellas, sea capaz de escoger razonando el modo de vida mejor o el peor, mirando a la naturaleza del alma, denominando ‘el peor’ al que la vuelva más injusta, y ‘mejor’ al que la vuelva más justa, renunciando a todo lo demás, ya que hemos visto que es la elección que más importa, tanto en vida como tras haber muerto. Y hay que tener esta opinión de modo firme, como el adamanto, al marchar al Hades, para ser allí imperturbable ante las riquezas y males semejantes, y para no caer en tiranías y en otras acciones de esa índole con que se producen muchos males e incurables y uno mismo sufre más aún; sino que hay que saber siempre elegir el modo de vida intermedio entre éstos y evitar los excesos en uno u otro sentido, en lo posible, tanto en esta vida como en cualquier otra que venga después; pues es de este modo como el hombre llega a ser más feliz.
»Y entonces el mensajero del más allá narró que el profeta habló de este modo: “Incluso para el que llegue último, si elige con inteligencia y vive seriamente, hay una vida con la cual ha de estar contento, porque no es mala. De modo que no se descuide quien elija primero ni se descorazone quien resulte último”. Y contó que, después de estas palabras, aquel a quien había tocado ser el primero fue derecho a escoger la más grande tiranía, y por insensatez y codicia no examinó suficientemente la elección, por lo cual no advirtió que incluía el destino de devorarse a sus hijos y otras desgracias; pero cuando la observó con más tiempo, se golpeó el pecho, lamentándose de su elección, por haber dejado de lado las advertencias del profeta; pues no se culpó a sí mismo de las desgracias, sino al azar, a su demonio y a cualquier otra cosa menos a él mismo. Era uno de los que habían llegado desde el cielo y que en su vida anterior había vivido en un régimen político bien organizado, habiendo tomado parte en la excelencia, pero por hábito y sin filosofía. Y podría decirse que entre los sorprendidos en tales circunstancias no eran los menos los que habían venido del cielo, por cuanto no se habían ejercitado en los sufrimientos. Pero la mayoría de los que procedían de bajo tierra, por haber sufrido ellos mismos y haber visto sufrir a otros, no actuaban irreflexivamente al elegir. Por este motivo, además de por el azar del sorteo, era por lo que se producía para la mayoría de las almas el trueque de males y bienes. Porque si cada uno, cada vez que llegara a la vida de aquí, filosofara sanamente y no le tocara en suerte ser de los últimos, de acuerdo con lo que se relataba acerca del más allá probablemente no sería sólo feliz aquí sino que también haría el trayecto de acá para allá y el regreso de allá para acá no por un sendero áspero y subterráneo, sino por otro liso y celestial. Dijo Er, pues, que era un espectáculo digno de verse, el de cada alma escogiendo modos de vida, ya que inspiraba piedad, risa y asombro, porque en la mayoría de los casos se elegía de acuerdo con los hábitos de la vida anterior. Contó que había visto al alma que había sido de Orfeo eligiendo la vida de un cisne, por ser tal su odio al sexo femenino, a raíz de haber muerto a manos suyas, que no consentía en nacer procreada en una mujer; y que había visto también el alma de Támiras escogiendo la vida de un ruiseñor, y, a su vez, a un cisne que, en su elección, trocaba su modo de vida por uno humano, y del mismo modo con otros animales cantores. Al alma que le tocó en suerte ser la vigésima la vio eligiendo la vida de un león: era la de Ayante Telamonio, que, recordando el juicio de las armas, no quería renacer como hombre. A ésta seguía la de Agamenón, también en conflicto con la raza humana debido a sus padecimientos, que se intercambiaba con una vida de águila. Al alma de Atalanta le tocó en suerte uno de los puestos intermedios, y, luego de ver los grandes honores rendidos a un atleta, ya no pudo seguir de largo sino que los cogió. Después de ésta vio la de Epeo, hijo de Panopeo, que pasaba a la naturaleza de una mujer artesana; y lejos, en los últimos puestos, divisó el alma del hazmerreír Tersites, que se revestía con un cuerpo de mono; y la de Ulises, a quien por azar le tocaba ser la última de todas, que avanzaba para hacer su elección y, con la ambición abatida por el recuerdo de las fatigas pasadas, buscaba el modo de vida de un particular ajeno a los cargos públicos, dando vueltas mucho tiempo; no sin dificultad halló una que quedaba en algún lugar, menospreciada por los demás, y, tras verla, dijo que habría obrado del mismo modo si le hubiera tocado en suerte ser la primera, y la eligió gozosa. Análogamente, los animales pasaban a hombres o a otros animales, transformándose los injustos en salvajes y los justos en mansos; y se efectuaba todo tipo de mezclas. Una vez que todas las almas escogieron su modo de vida, se acercaban a Láquesis en el orden que les había tocado. Láquesis hizo que a cada una la acompañara el demonio que había escogido, como guardián de su vida y ejecutor de su elección. Cada demonio condujo a su alma hasta Cloto, poniéndola bajo sus manos y bajo la rotación del huso que Cloto hacía girar, ratificando así el destino que, de acuerdo con el sorteo, el alma había escogido. Después de haber tocado el huso, el demonio la condujo hacia la trama de Átropo, para que lo que había sido hilado por Cloto se hiciera inalterable, y de allí, y sin volver atrás, hasta por debajo del trono de la Necesidad, pasando al otro lado de éste. Después de que pasaron también las demás, marcharon todos hacia la planicie del Olvido, a través de un calor terrible y sofocante. En efecto, la planicie estaba desierta de árboles y de cuanto crece de la tierra. Llegada la tarde, acamparon a la orilla del río de la Desatención, cuyas aguas ninguna vasija puede retenerlas. Todas las almas estaban obligadas a beber una medida de agua, pero a algunas no las preservaba su sabiduría de beber más allá de la medida, y así, tras beber, se olvidaban de todo. Luego se durmieron, y en medio de la noche hubo un trueno y un terremoto, y bruscamente las almas fueron lanzadas desde allí, unas a un lado, otras a otro, hacia arriba, como estrellas fugaces, para su nacimiento. A Er se le impidió beber el agua; por dónde y cómo regresó a su cuerpo, no lo supo, sino que súbitamente levantó la vista y, al alba, se vio tendido sobre la pira. 
»De este modo, Glaucón, se salvó el relato y no se perdió, y también podrá salvarnos a nosotros, si le hacemos caso, de modo de atravesar el río del Olvido manteniendo inmaculada nuestra alma. Y si me creéis a mí, teniendo al alma por inmortal y capaz de mantenerse firme ante todos los males y todos los bienes, nos atendremos siempre al camino que va hacia arriba y practicaremos en todo sentido la justicia acompañada de sabiduría, para que seamos amigos entre nosotros y con los dioses, mientras permanezcamos aquí y cuando nos llevemos los premios de la justicia, tal como los recogen los vencedores. Y, tanto aquí como en el viaje de mil años que hemos descrito, seremos dichosos.

Comentarios