Henri Bergson, Materia y Memoria / ¿Qué nos dice en efecto la experiencia? Nos muestra que la vida del alma o, si ustedes prefieren, la vida de la conciencia, está ligada a la vida del cuerpo ...


¿Qué nos dice en efecto la experiencia? Nos muestra que la vida del alma o, si ustedes prefieren, la vida de la conciencia, está ligada a la vida del cuerpo, que existe solidaridad entre ellos, nada más. Pero este punto jamás ha sido discutido por persona alguna, y lejos estamos con esto de sostener que lo cerebral es lo equivalente de lo mental, que se podría leer en un cerebro todo lo que pasa en la conciencia correspondiente. Un vestido es solidario del clavo donde está colgado; cae si se arranca el clavo; oscila si el clavo se mueve; se agujerea, se desgarra si la cabeza del clavo es muy puntiaguda; de esto no se sigue que cada detalle del clavo corresponda a un detalle del vestido, ni que el clavo sea el equivalente del vestido; aún menos se sigue de esto que el clavo y el vestido sean lo mismo. Del mismo modo, la conciencia está indiscutiblemente colgada en un cerebro pero en absoluto resulta de allí que el cerebro dibuje todo el detalle de la conciencia, ni que la conciencia sea una función del cerebro. Todo lo que la observación, la experiencia, y en consecuencia la ciencia nos permiten afirmar es la existencia de cierta relación entre el cerebro y la conciencia.
¿Cuál es esa relación? ¡Ah! Es ahí que podemos preguntarnos si la filosofía efectivamente ha dado lo que se estaba en derecho de esperar de ella. A la filosofía incumbe la tarea de estudiar la vida del alma en todas sus manifestaciones. Adiestrado en la observación interior, el filósofo debería descender hacia adentro de sí mismo, luego remontando hasta la superficie, seguir el movimiento gradual por el cual la conciencia se distiende, se extiende, se prepara a evolucionar en el espacio. Asistiendo a esta materialización progresiva, atisbando los pasos a través de los cuales la conciencia se exterioriza, obtendría al menos una intuición vaga de lo que puede ser la inserción del espíritu en la materia, la relación del cuerpo con el alma. Sin dudas sería sólo una primera luz, no más. Pero esta luz nos conduciría hacia los innumerables hechos de que disponen la psicología y la patología. Estos hechos, a su turno, corrigiendo y completando lo que la experiencia interna habría tenido de defectuosa o insuficiente, enderezarían el método de observación interior. Así, a través de las idas y vueltas entre dos centros de observación, uno dentro, el otro afuera, obtendríamos una solución cada vez más aproximada del problema, nunca perfecta, como pretenden ser muy a menudo las soluciones del metafísico, pero siempre habría venido desde adentro, en la visión interior habríamos buscado el principal esclarecimiento; y es por eso que el problema permanecería tal como debe ser, un problema de filosofía.
Pero el metafísico no desciende fácilmente de las alturas donde gusta mantenerse. Platón invitaba a volverse hacia el mundo de las Ideas. Es allí que él se instala de buen grado, frecuentando entre los puros conceptos, induciéndolos a recíprocas concesiones, mal que bien conciliándolos unos con otros, ejerciéndose en ese medio distinguido como un sabio diplomático. Él duda en entrar en contacto con los hechos, cualquiera de ellos sean, con mayor razón con hechos tales como las enfermedades mentales: temería que se le fuera de las manos. Resumiendo, la teoría que aquí la ciencia estaba en derecho de esperear de la filosofía – teoría flexible, perfectible, calcada sobre el conjunto de los hechos conocidos–, la filosofía no ha querido o no ha sabido dársela.
Entonces, con toda naturalidad, el sabio se ha dicho: «Puesto que la filosofía no me exige, no hechos y razones que la apoyen, limitar de tal o cual manera determinada, sobre tales o cuales puntos determinados, la supuesta correspondencia entre lo mental y lo cerebral, provisoriamente voy a hacer como si allí hubiera equivalencia o aún identidad. Yo, fisiólogo, con los métodos de los que dispongo –observación y experimentación puramente exteriores– no veo más que el cerebro y no tengo jurisdicción más que sobre él; voy a proceder pues como si el pensamiento no fuera más que una función del cerebro; marcharé de este modo aún con más audacia, tendré aún más probabilidades de avanzar lejos. Cuando uno no conoce el límite de su derecho, lo supone en principio sin límite; habrá siempre tiempo para moderarse». He aquí lo que se ha dicho el sabio; y se habría mantenido allí si hubiera podido prescindir de la filosofía.
Pero no se prescinde de la filosofía; y al esperar que los filósofos le aportasen la teoría maleable, moldeable sobre la doble experiencia del adentro y del afuera, de la que la ciencia habría tenido necesidad, era natural que el sabio aceptara de manos de la vieja metafísica la doctrina completamente hecha, construida pieza por pieza, que concordaba mejor con la regla del método que había hallado ventajoso seguir. Por cierto, no había elección. La única hipótesis precisa que la metafísica de los tres últimos siglos nos ha legado sobre este punto es justamente la de un paralelismo riguroso entre el alma y el cuerpo, expresando el alma ciertos estados del cuerpo, o el cuerpo expresando el alma, o siendo el alma y el cuerpo dos traducciones, en lenguas diferentes, de un original que no sería ni uno ni otro: en los tres casos, lo cerebral equivaldría exactamente a lo mental.

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