Sófocles, Edipo Rey / ¡Ay, ay! Todo se cumple con certeza. ¡Oh luz del día, que te vea ahora por última vez! ¡Yo que he resultado nacido de los que no debía, teniendo relaciones con los que no podía y habiendo dado muerte a quienes no tenía que hacerlo! ...


Edipo. — ¡Ay, ay! Todo se cumple con certeza. ¡Oh luz del día, que te vea ahora por última vez! ¡Yo que he resultado nacido de los que no debía, teniendo relaciones con los que no podía y habiendo dado muerte a quienes no tenía que hacerlo! 
(Entra en palacio.)
Coro. 
Estrofa 1a 
¡Ah, descendencia de mortales! ¡Cómo considero que vivís una vida igual a nada!. Pues, ¿qué hombre, qué hombre logra más felicidad que la que necesita para parecerlo y, una vez que ha dado esa impresión, para declinar? Teniendo este destino tuyo, el tuyo como ejemplo, ¡oh infortunado Edipo!, nada de los mortales tengo por dichoso
Antístrofa 2a 
Tú, que, tras disparar el arco con incomparable destreza, conseguiste una dicha por completo afortunada, ¡oh Zeus!, después de hacer perecer a la doncella de corvas garras cantora de enigmas, y te alzaste como un baluarte contra la muerte en mi tierra. Y, por ello, fuiste aclamado como mi rey y honrado con los mayores honores, mientras reinabas en la próspera Tebas
Estrofa 2a
Y ahora, ¿de quién se puede oír decir que es más desgraciado? ¿Quién es el que vive entre violentas peñas, quién entre padecimientos con su vida cambiada? ¡Ah noble Edipo, a quien le bastó el mismo espacioso puerto para arrojarse como hijo, padre y esposo! ¿Cómo, cómo pudieron los surcos paternos tolerarte en silencio, infortunado, durante tanto tiempo?
Antístrofa 2a 
Te sorprendió, a despecho tuyo, el tiempo que todo lo ve y condena una antigua boda que no es boda en donde se engendra y resulta engendrado: ¡Ah, hijo de Layo, ojalá, ojalá nunca te hubiera visto! Yo gimo derramando lúgubres lamentos de mi boca; pero, a decir verdad, yo tomé aliento gracias a ti y pude adormecer mis ojos. 
(Sale un mensajero del palacio.) 
Mensajero. — ¡Oh vosotros, honrados siempre, en grado sumo, en esta tierra! ¡Qué sucesos vais a escuchar, qué cosas contemplaréis y en cuánto aumentaréis vuestra aflicción, si es que aún, con fidelidad, os preocupáis de la casa de los Labdácidas! Creo que ni el Istro ni el Fasis podrían lavar, para su purificación, cuanto oculta este techo y los infortunios que, enseguida, se mostrarán a la luz, queridos y no involuntarios. Y, de las amarguras, son especialmente penosas las que se demuestran buscadas voluntariamente. 
Corifeo. — Los hechos que conocíamos son ya muy lamentables. Además de aquéllos, ¿qué anuncias? 
Mensajero. — Las palabras más rápidas de decir y de entender: ha muerto la divina Yocasta. 
Corifeo. — ¡Oh desventurada! ¿Por qué causa? 
Mensajero. — Ella, por sí misma. De lo ocurrido falta lo más doloroso, al no ser posible su contemplación. Pero, sin embargo, en tanto yo pueda recordarlo te enterarás de los padecimientos de aquella infortunada. Cuando, dejándose llevar por la pasión atravesó el vestíbulo, se lanzó derechamente hacia la cámara nupcial mesándose los cabellos con ambas manos. Una vez que entró, echando por dentro los cerrojos de las puertas, llama a Layo, muerto ya desde hace tiempo, y le recuerda su antigua simiente, por cuyas manos él mismo iba a morir y a dejar a su madre como funesto medio de procreación para sus hijos. Deploraba el lecho donde, desdichada, había engendrado una doble descendencia: un esposo de un esposo y unos hijos de hijos. 
Y, después de esto, ya no sé cómo murió; pues Edipo, dando gritos, se precipitó y, por él, no nos fue posible contemplar hasta el final el infortunio de aquélla; más bien dirigíamos la mirada hacia él mientras daba vueltas. 
En efecto, iba y venía hasta nosotros pidiéndonos que le proporcionásemos una espada y que dónde se encontraba la esposa que no era esposa, seno materno en dos ocasiones, para él y para sus hijos. 
Algún dios se lo mostró, a él que estaba fuera de sí, pues no fue ninguno de los hombres que estábamos cerca. Y gritando de horrible modo, como si alguien le guiara, se lanzó contra las puertas dobles y, combándolas, abate desde los puntos de apoyo los cerrojos y se precipita en la habitación en la que contemplamos a la mujer colgada, suspendida del cuello por retorcidos lazos. Cuando él la ve, el infeliz, lanzando un espantoso alarido, afloja el nudo corredizo que la sostenía. Una vez que estuvo tendida, la infortunada, en tierra, fue terrible de ver lo que siguió: arrancó los dorados broches de su vestido con los que se adornaba y, alzándolos, se golpeó con ellos las cuencas de los ojos, al tiempo que decía cosas como éstas: que no le verían a él, ni los males que había padecido, ni los horrores que había cometido, sino que estarían en la oscuridad el resto del tiempo para no ver a los que no debía y no conocer a los que deseaba.
Haciendo tales imprecaciones una y otra vez —que no una sola—, se iba golpeando los ojos con los broches. Las pupilas ensangrentadas teñían las mejillas y no destilaban gotas chorreantes de sangre, sino que todo se mojaba con una negra lluvia y granizada de sangre. 
Esto estalló por culpa de los dos, no de uno sólo, pero las desgracias están mezcladas para el hombre y la mujer. Su legendaria felicidad anterior era entonces una felicidad en el verdadero sentido; pero ahora, en el momento presente, es llanto, infortunio, muerte, ignominia y, de todos los pesares que tienen nombre, ninguno falta. 
Corifeo. — ¿Y ahora se encuentra el desdichado en alguna tregua de su mal? 
Mensajero. — Está gritando que se descorran los cerrojos y que muestren a todos los Cadmeos al homicida, al que de su madre..., profiriendo expresiones impías, impronunciables para mí, como si se fuera a desterrar él mismo de esta tierra y a no permanecer más en el palacio, estando como está sujeto a la maldición que lanzó. Lo cierto es que requiere un soporte y un guía, pues la desgracia es mayor de lo que se puede tolerar. Te lo mostrará también a ti, pues se abren los cerrojos de las puertas. Pronto podrás ver un espectáculo tal, como para mover a compasión, incluso, al que le odiara. 
(Se abren las puertas del palacio y aparece Edipo con la cara ensangrentada, andando a tientas.) 
Coro. 
¡Oh sufrimiento terrible de contemplar para los hombres! ¡Oh el más espantoso de todos cuantos yo me he encontrado!. ¿Qué locura te ha acometido, oh infeliz? ¿Qué deidad es la que ha saltado, con salto mayor que los más largos, sobre su desgraciado destino?. ¡Ay, ay, desdichado! Pero ni contemplarte puedo, a pesar de que quisiera hacerte muchas preguntas, enterarme de muchas cosas y observarte mucho tiempo. ¡Tal horror me inspiras! 
Edipo. — ¡Ah, ah, desgraciado de mí! ¿A qué tierra seré arrastrado, infeliz? ¿Adónde se me irá volando, en un arrebato, mi voz? ¡Ay, destino! ¡Adonde te has marchado? 
Corifeo. — A un desastre terrible que ni puede es cucharse ni contemplarse. 
Estrofa 1a 
Edipo. — ¡Oh nube de mi oscuridad, que me aíslas, sobrevenida de indecible manera, inflexible e irremediable! ¡Ay, ay de mí de nuevo! ¡Cómo me penetran, al mismo tiempo, los pinchazos de estos aguijones y el recuerdo de mis males! 
Corifeo. — No tiene nada de extraño que en estos sufrimientos te lamentes y soportes males dobles.
Antrístrofa 1a 
Edipo. — ¡Oh amigo!, tú eres aún mi fiel servidor, pues todavía te encargas de cuidarme en mi ceguera. ¡Uy, uy!, no me pasas inadvertido, sino que, aunque estoy en tinieblas, reconozco, sin embargo, tu voz. 
Corifeo. — ¡Ah, tú que has cometido acciones horribles! ¿Cómo te atreviste a extinguir así tu vista?, ¿qué dios te impulsó?
Estrofa 2a 
Edipo. —Apolo era, Apolo, amigos, quien cumplió en mí estos tremendos, sí, tremendos, infortunios míos. Pero nadie los hirió con su mano sino yo, desventurado. Pues ¿qué me quedaba por ver a mí, a quien, aunque viera, nada me sería agradable de contemplar? 
Coro. — Eso es exactamente como dices. 
Edipo. — ¿Qué es, pues, para mí digno de ver o de amar, o qué saludo es posible ya oír con agrado, amigos? Sacadme fuera del país cuanto antes, sacad, oh amigos, al que es funesto en gran medida, al maldito sobre todas las cosas, al más odiado de los mortales incluso para los dioses. 
Corifeo. — ¡Desdichado por tu clarividencia, así como por tus sufrimientos! ¡Cómo hubiera deseado no haberte conocido nunca! 
Antístrofa 2a 
Edipo. — ¡Así perezca aquel, sea el que sea, que me tomó en los pastos, desatando los crueles grilletes de mis pies, me liberó de la muerte y me salvó, porque no hizo nada de agradecer! Si hubiera muerto entonces, no habría dado lugar a semejante penalidad para mí y los míos. 
Coro. — Incluso para mí hubiera sido mejor. 
Edipo. — No hubiera llegado a ser asesino de mi pa dre, ni me habrían llamado los mortales esposo de la que nací. Ahora, en cambio, estoy desasistido de los dioses, soy hijo de impuros, tengo hijos comunes con aquella de la que yo mismo —¡desdichado!— nací. Y si hay un mal aún mayor que el mal, ése le alcanzó a Edipo. 
Corifeo. — No veo el modo de decir que hayas tomado una buena decisión. Sería preferible que ya no existieras a vivir ciego. 
Edipo. — No intentes decirme que esto no está así hecho de la mejor manera, ni me hagas ya recomendaciones. No sé con qué ojos, si tuviera vista, hubiera podido mirar a mi padre al llegar al Hades, ni tampoco a mi desventurada madre, porque para con ambos he cometido acciones que merecen algo peor que la horca. Pero, además, ¿acaso hubiera sido deseable para mí contemplar el espectáculo que me ofrecen mis hijos, nacidos como nacieron? No por cierto, al menos con mis ojos. Ni la ciudad, ni el recinto amurallado, ni las sagradas imágenes de los dioses, de las que yo, desdichado —que fui quien vivió con más gloria en Tebas—, me privé a mí mismo cuando, en persona, proclamé que todos rechazaran al impío, al que por obra de los dioses resultó impuro y del linaje de Layo. Habiéndose mostrado que yo era semejante mancilla, ¿iba yo a mirar a éstos con ojos francos? De ningún modo. Por el contrario, si hubiera un medio de cerrar la fuente de audición de mis oídos, no hubiera vacilado en obstruir mi infortunado cuerpo para estar ciego y sordo. Que el pensamiento quede apartado de las desgracias es grato. 
¡Ah, Citerón! ¿Por qué me acogiste? ¿Por qué no me diste muerte tan pronto como me recibiste, para que nunca hubiera mostrado a los hombres de dónde había nacido? ¡Oh Pólibo y Corinto y antigua casa paterna —sólo de nombre—, cómo me criasteis con apariencia de belleza, pero corrompido de males por dentro! Ahora soy considerado un infame y nacido de infames. ¡Oh tres caminos y oculta cañada, encinar y desfiladero en la encrucijada, que bebisteis, por obra de mis manos, la sangre de mi padre que es la mía! ¿Os acordáis aún de mí? ¡Qué clase de acciones cometí ante vuestra presencia y, después, viniendo aquí, cuálés cometí de nuevo! ¡Oh matrimonio, matrimonio, me engendraste y, habiendo engendrado otra vez, hiciste brotar la misma mos simiente y diste a conocer a padres, hermanos, hijos, sangre de la misma familia, esposas, mujeres y madres y todos los hechos más abominables que suceden entre los hombres! Pero no se puede hablar de lo que no es noble hacer. Ocultadme sin tardanza, ¡por los dioses!, en algún lugar fuera del país o matadme o arrojadme al mar, donde nunca más me podáis ver. Venid, dignaos tocar a este hombre desgraciado. Obedecedme, no tengáis miedo, ya que mis males ningún mortal, sino yo, puede arrostrarlos. 
Corifeo. — A propósito de lo que pides, aquí se presenta Creonte para tomar iniciativas o decisiones, ya que se ha quedado como único custodio del país en tu lugar. 
Edipo. — ¡Ay de mí! ¿Qué palabras le voy a dirigir? ¿Qué garantía justa de confianza podrá aparecer en mí? Pues de mi enfrentamiento anterior con él, en todo me descubro culpable.

Comentarios